Trump vs. Clinton: la política es un espectáculo, pero no un reality show

Para llegar a una conclusión sobre el primer debate de Trump y Clinton, conviene antes ver un anuncio de coches. Sí, de coches. En concreto, este de Audi.

Lo emitieron en la noche de la retransmisión televisiva del debate. Una forma brillante de metáfora de esta campaña electoral, donde para ganar el premio definitivo hay que destruir al rival. No es el enfrentamiento bastante civilizado de hace cuatro años entre Obama y Romney. Es algo primitivo entre dos políticos con una reputación bastante baja que han decidido que su victoria pasa por hundir aún más la del otro. Que acabe convertido en una especie de representación de todo lo aborrecible en la política actual norteamericana.

Trump contra Clinton. Es lo que hay. Quien quiera algo más elevado que asista a un concierto de la orquesta sinfónica de Chicago.

Después del debate, escribí un primer análisis. Una pequeña muestra:

«A la hora de clavar el cuchillo, Clinton fue más efectiva, mientras que la costumbre de Trump de divagar y cambiar de tema jugó claramente en su contra por mucho que elevara la voz mucho más de lo habitual en estos debates. (…)

Clinton no perdió la calma ni, pocas veces, la sonrisa. Tenía que saber que si se dejaba arrastrar al barro, no tenía muchas posibilidades de éxito. En estos debates largos, el espectador se queda más con los últimos momentos del debate que con su arranque, y eso perjudicará a Trump, que comenzó bien con los temas que mejor le han funcionado en campaña, pero que poco a poco empezó a exasperarse cuando salieron asuntos que le perjudicaban».

Muchas cosas se quedaron fuera. Siempre hay que resumir. Algo que no incluí fue la impresión que pudo tener en la audiencia, en especial entre las mujeres votantes, la condescendencia y agresividad con la que Trump se dirigió hacia Clinton. Sus constantes interrupciones, las miradas, el hecho de que ella no perdiera los nervios para no justificar así los prejuicios del rival y se mantuviera firme en el plan que había trazado con sus asesores, los gritos de Trump, la sonrisa de ella (una persona cuyo perfil público no es precisamente risueño a ojos de la mayoría de los votantes), la capacidad de Clinton para elegir el momento preciso para responder a una larga divagación con una frase corta…

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Hay una historia sobre la primera campaña electoral de Clinton que merece la pena recordar. Cuando se presentó al puesto de senadora de Nueva York, se enfrentó a un joven congresista republicano de 42 años de no mucho nivel, pero para el que se trataba de la oportunidad de su vida. Derrotar a Clinton no sólo significaba entrar en el Senado, sino llevar para siempre el estandarte de haber acabado con la carrera política de la esposa del expresidente de EEUU, muy odiada por la derecha. A partir de ahí, el cielo era el límite, es decir, la Casa Blanca.

Es cierto que, al tratarse de Nueva York, no se puede decir que fuera el favorito. Por eso, decidió adoptar una táctica muy agresiva en el debate con Clinton. En un momento dado, cogió un papel, y no recuerdo qué propuesta aparecía en él, y abandonó su posición junto al atril para dirigirse al de Clinton y entregárselo. Error mayúsculo.

EEUU no es como España. La gente no va por la vida dándose abrazos o palmeando la espalda de desconocidos. El espacio personal es algo que la gente valora, especialmente las mujeres. La imagen de Lazio infiltrándose en la zona reservada a Clinton no hizo nada bueno para aumentar su imagen. No perdió las elecciones por eso, pero las votantes neoyorquinas no toleraron que él hiciera algo con Clinton que ellas no hubieran permitido que les hicieran. Y los medios no hablaron de otra cosa.

Trump se lanzó contra Clinton en el debate siempre que tuvo la oportunidad, pero, excepto en los primeros 15-20 minutos, lo hizo de forma desordenada, sin un plan preconcebido, sin hacer mella ni insistir en los temas en los que ella podía ser vulnerable. Por momentos, parecía un matón cuya principal arma es no dejar que el otro pueda expresarse. Obviamente, se dejó llevar por su ego. Daba por hecho que Clinton no le iba a durar ni dos asaltos, y cuando ella se resistió y respondió con contundencia, Trump sólo levantó más la voz e incidió aún más en sus errores.

Como los espectadores se quedan más con los últimos momentos del debate que con los primeros, Clinton eligió los instantes finales para recordar los insultos y desprecios que Trump ha dedicado a las mujeres a lo largo de su trayectoria. Era importante que la audiencia recordara eso.

Como los malos deportistas, la primera reacción del millonario fue acusar a todo el mundo, menos a sí mismo. Inicialmente, se negó a dar la mano al moderador tras el debate –unos segundos después, se lo pensó mejor y le saludó–, a pesar de que el periodista se vio desbordado por el estilo abrasivo de Trump. Luego comentó a los periodistas que su micrófono no funcionaba bien, y eso que en muchos momentos sólo se le escuchaba a él. Al día siguiente, alardeó de que había sido declarado ganador por las encuestas online de medios en que todos los lectores odian a Clinton (como Breitbart o Drudge). Hasta llegó a presumir de que era el vencedor en una encuesta de CBS News. Y eso que CBS News no hizo ninguna encuesta tras el debate.

Obviamente, un debate no decide una campaña. La historia reciente está llena de primeros debates donde uno de los contrincantes fue un claro y rotundo perdedor, habitualmente el presidente que se presenta a la reelección, porque subestimó al enemigo o no estaba bien preparado, por ejemplo para que alguien le contradiga. Hay dos debates más y eso da margen para corregir los errores iniciales. Trump tiene que encontrar la forma de hundir a Clinton sin humillarla, porque a fin de cuentas también necesita el voto de las mujeres y de todos aquellos que no quieren ver a un matón en la Casa Blanca.

Si Trump pierde las elecciones, no será por los debates. Pero para alguien que viene de menos a más en las encuestas, el duelo del lunes es un serio inconveniente. Y ya sólo quedan 40 días.

En Vox aciertan con la idea de que la campaña ya no es el reality show que Trump montó con su campaña presidencial. Ahora la estrategia ya no resulta tan efectiva. En un reality cada protagonista juega el papel que le corresponde. El macho alfa se dedica a atormentar a los concursantes. Si uno de ellos es un sujeto vulnerable, el espectáculo será algo embarazoso, pero necesario. Y si es mujer, tanto da. Los espectadores podrán quedar algo enojados al principio, pero eso no les impedirá seguir viendo el programa. Si cabe, se pondrán más cachondos. Están los que ganan y los que pierden y el maestro de ceremonias decide quién son los primeros y los segundos. Es el ser supremo. Los demás, una materia prima desechable.

Las elecciones son un proceso algo más sofisticado.

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