De todos los enigmas por desvelar sobre la presidencia de Donald Trump, hay uno que preocupa especialmente fuera de EEUU: cuál será la nueva política exterior y de defensa. Preocupación es una palabra que se queda corta para algunos países. Las repúblicas bálticas, siempre temerosas de Rusia, temen que los elogios de Trump a Putin sean el prólogo de una mejora de las relaciones entre ambos estados. Todos los países implicados en la guerra de Siria se preguntan ahora qué hará Washington a partir del 20 de enero. Alemania querrá saber si la relación con EEUU será ahora exclusivamente económica. Y luego está México por razones que no es necesario explicar en detalle a estas alturas.
Si las embajadas de esos países se pusieran en contacto con expertos de los think tanks y profesores universitarios para buscar pistas, es probable que se encontrarían con caras tan perplejas como las suyas. Nadie sabe a ciencia cierta qué responder tanto porque la política exterior ocupó un espacio secundario en la campaña electoral como porque las ideas de Trump eran contradictorias, incompletas o difíciles de creer.
Carla Robbins es profesora en la City University de Nueva York, cubrió la información diplomática para el WSJ y fue corresponsal del NYT. Es una de esas personas que no puede dar una respuesta clara a las futuras prioridades de EEUU en ese campo. En una conferencia a la que asistí este miércoles, reconoce que eso es «un gran enigma» a causa de la falta de experiencia de Trump en política exterior: «Lo único que saben los saudíes y los europeos es que él quiere que paguen más por su seguridad. Con México, se sabe que quiere construir un muro. No mucho más».
George Bush estaba en la misma situación. Trump ha viajado más a otros países que Bush antes de llegar a la Casa Blanca, pero visitar sus negocios en el extranjero –campos de golf, casinos y hoteles– no cuenta demasiado en esto.
La diferencia es que Bush contaba con expertos en el tema, que le fueron dando clases particulares, y en el Gobierno con gente de amplia experiencia: Cheney, Rumsfeld, Rice y Powell. Trump carece de esa primera línea de asesores. «La mayoría de los expertos en política exterior del Partido Republicano dijeron que Trump no daba la talla para ser comandante en jefe (en EEUU gusta mucho esta terminología militar para referirse al presidente). Trump nunca ha aceptado bien el rechazo, así que no sabemos si aceptará ahora a los que criticaron», dice Robbins.
Lo único que concreta es que «podemos esperar un aumento del gasto militar, pero no exactamente dónde», en qué partidas. Trump está en contra de los recortes en Defensa que se aprobaron en 2011 como parte de un acuerdo Casa Blanca-Congreso para reducir el gasto público, y que deberían entrar en vigor este año. En realidad, lo más probable es que esos recortes nunca lleguen a producirse, como ha pedido el Pentágono.
Durante las primarias republicanas, Trump lanzó mensajes que se alejaban por completo de la ortodoxia republicana. Sus ideas económicas nacionalistas le acercaban a un vago aislacionismo, nunca respaldado por una estrategia definida. Dijo que la OTAN estaba obsoleta, pero no tardó mucho en sostener lo contrario. En realidad, lo único que le preocupaba era la factura. Para sostener que todo el planeta está estafando a EEUU –una premisa imposible de creer–, exige que sus aliados aumenten sus gastos de defensa. Hay que suponer que en ese caso EEUU podría reducir los suyos. Pero podemos afirmar sin mucho temor a equivocarnos que ni él ni los republicanos tienen la intención de hacerlo.
En esta entrevista, el senador Jeff Sessions, que podría ser el próximo secretario de Defensa, deja claro que las ideas de Trump incluyen un programa de rearme para modernizar la Armada y las armas nucleares, y un aumento de las tropas del Ejército, de 480.000 a 540.000. Todo suena muy típicamente republicano. Cómo se financia todo eso con un descenso de impuestos es algo que no suele preocupar mucho en ese partido.
«Cuando el mundo ve lo mal que está EEUU, y luego si vamos y hablamos de derechos civiles, no creo que seamos un buen mensajero”, dijo en una entrevista con el NYT en julio dedicada a la situación internacional. Fue una conversación confusa y marcada por las extrañas ideas del entonces candidato –decía que la rivalidad histórica entre turcos y kurdos se podía resolver con «reuniones»– y esa obsesión por que los aliados paguen sus facturas a EEUU. Esa frase podría indicar una revisión de la mentalidad imperial de Washington ante muchos conflictos. Peros unos pocos comentarios no pueden sustituir a una visión estratégica.
Ya desde las primarias esa clase de opiniones sirvieron para que conocidos neoconservadores del mundo académico y periodístico denunciaran a Trump como alguien indigno de ser el candidato republicano. Algunos de ellos incluso llegaron a mostrar su apoyo a Hillary Clinton, a la que consideraban –no sin razón– una alternativa más segura para intensificar el intervencionismo militar norteamericano en el exterior.
Los que apostaron por un aumento de la ayuda militar de EEUU a los grupos insurgentes que quieren derrocar a Asad aspiraban a una victoria de Clinton. En uno de los debates, ella planteó la alternativa de una zona de exclusión aérea, una idea inviable que sólo podía conducir a un enfrentamiento de aviones rusos y norteamericanos.
La frase que definió a Trump sobre Siria era esta: «No me gusta Asad en absoluto, pero Asad está matando al ISIS». La Administración de Obama prefirió apoyar a los kurdos sirios para conseguir ese objetivo. No es que la posición de Trump fuera pacifista o que quisiera asignar a Asad la labor de acabar con los yihadistas. Hay otra frase que se puede recordar: «I’m gonna bomb the shit out of ISIS». No parece que eso sea una gran novedad porque era lo que ya estaba haciendo EEUU.
Trump sí que se ha mostrado en contra de armar a los insurgentes sirios. Prefiere apostar por una solución negociada en la que intervenga Rusia. Ya hay negociaciones ahora entre EEUU y Rusia sobre Siria, sin mucho éxito. Para saber si con Trump serían diferentes, habría que conocer sus ideas al respecto.
En cualquier caso, un presidente que acaba de llegar a la Casa Blanca y cuya prioridad es lo que ocurra dentro de las fronteras del país no querrá que su tiempo sea monopolizado por una guerra en el exterior. Sobre Siria, sus opciones serían además tan limitadas como las de ahora. De él sí depende directamente la CIA y tendría que decidir si esa organización continúa armando y financiando a algunos grupos insurgentes.
Sobre Israel, Trump continuará con la política de apoyo completo a Israel, pero se espera que, al igual que si hubiera ganado Clinton, las relaciones del presidente de EEUU con Netanyahu mejoren de forma evidente. Trump ha prometido en la campaña que la embajada de EEUU en Israel se traslade de Tel Aviv a Jerusalén, una medida equivalente en términos diplomáticos al reconocimiento de la soberanía israelí sobre toda la ciudad y una provocación evidente a todos los gobiernos árabes. El Congreso lleva aprobando ese traslado desde hace muchos años, pero siempre que lo hace el Departamento de Estado tiene derecho a congelar esa medida si cree que perjudica a los intereses de EEUU.
Por ese motivo y otros, los partidos de ultraderecha que forman parte del Gobierno israelí están encantados con la victoria de Trump. El ministro de Educación lo ha dicho en términos claros: «La era del Estado palestino ha acabado». Un líder de los colonos judíos de Hebrón dijo que han terminado «los días difíciles de Obama» para los asentamientos.
Hablar de Trump en esta campaña ha supuesto en los medios norteamericanos hablar de Putin, y de además de forma obsesiva. La atención prestada al Gobierno ruso, incluida la acusación norteamericana de estar detrás del ataque informático al Partido Demócrata, ha provocado un resurgir del ambiente de guerra fría en Washington, en especial en los medios. Algunos periodistas de actitud en general bastante moderada se han lanzado a pintar a Rusia como si fuera una amenaza similar a la de la antigua URSS. Hay relojes mentales que se han atrasado casi 30 años.
Unas declaraciones de Putin elogiando a Trump –tampoco de forma muy entusiasta– fueron recogidas con agrado por el millonario. Era otra manera de criticar a Obama y Clinton. Está claro que a Trump el estilo autoritario del líder ruso le agrada, pero eso no supone que vaya a convertir a Washington en un aliado íntimo de Rusia. Si consigue contribuir a rebajar las tensiones, eso sería positivo. Los intereses estratégicos de ambos países compiten en varias zonas del mundo, con lo que sería exagerado poner muchas esperanzas en ello.
El ego de Trump le obliga a creer que podrá ocuparse de Putin con más destreza que la ofrecida por Obama. Alguien debería decirle que antes de fiarlo todo a las supuestas virtudes personales, es mejor que los países tengan una estrategia definida sobre política exterior.