Fue como volver a leer ‘The Plot Against America’, de Philip Roth. O ‘The Man in the High Castle’, de Philip K. Dick. El primer discurso de Donald Trump como presidente nos arroja a una realidad alternativa cuyo desenlace aún desconocemos.
Cierto, el Eje no ha ganado la Segunda Guerra Mundial, Charles Lindbergh no es presidente de EEUU y el antisemitismo y el fanatismo no se han apoderado del país. Dick imaginaba que las potencias fascistas habían ganado la guerra y sometido a EEUU. Roth sitúa a Lindbergh, heroe norteamericano por sus hazañas como aviador, como vencedor de las elecciones de 194o con un programa aislacionista contrario a la participación en la guerra.
Y sin embargo, los paralelismos no son rebuscados. Dos veces ha dicho Trump «America First», el grito de guerra con el que los norteamericanos más reaccionarios se movilizaron en 1940 y 1941 para impedir que el Gobierno de Roosevelt declarara la guerra a la Alemania nazi. Es un eslogan de resonancias fascistas.
El portavoz más carismático de ese movimiento fue Charles Lindbergh y su mensaje, procedente de alguien que había admirado los logros de Hitler en Alemania, tenía tonos claramente antisemitas, pero entre las personas que lo apoyaron había también figuras de izquierda y pacifistas, republicanos y demócratas. Llegó a contar con 800.000 miembros y se disolvió días después del ataque a Pearl Harbor.
A pesar de la variedad política y sociológica de sus partidarios, el movimiento quedó impreso con la idea del nativismo y el aislacionismo. EEUU era el país más puro de la Tierra y no debía mezclarse con los conflictos de la vieja y decadente Europa.
La Segunda Guerra Mundial y la guerra fría hicieron que los conservadores se mantuvieran alejados de esas banderas. El orden mundial posterior a 1945 consagró el imperio norteamericano –la «república imperial», en expresión de Raymond Aron– y los beneficios evidentes de un sistema político y económico instaurado por EEUU y sus aliados estaban a la vista de todos.
Donald Trump ha retrasado el reloj de la historia, ayudado por el contraataque contra la globalización de la forma en que la siente una buena parte de sus votantes. Muchos de ellos son republicanos de toda la vida que votan sin más al candidato que gana las primarias del partido. Otros –los más conservadores o los más convencidos contra toda evidencia de que los demás países estafan a EEUU– querían el Trump que ha pronunciado el discurso: ultranacionalista, nativista (es decir, no creen que las minorías sean auténticos estadounidenses) y aislacionista.
«Durante muchas décadas, hemos enriquecido a la industria extranjera a expensas de la industria americana», ha dicho en su visión revisionista de la historia. «Hemos subvencionado los ejércitos de otros países mientras hemos permitido que el nuestro se quede tristemente sin medios. Hemos defendido las fronteras de otras naciones mientras nos hemos negado a defender las nuestras. Nos hemos gastado billones de dólares en el extranjero mientras las infraestructuras de América se han deteriorado y caído en la decadencia».
La economía mundial se convierte así en una gran estafa en la que los buenos norteamericanos de raza blanca son los paganos de los que se aprovechan los negros, las mujeres, los homosexuales, los musulmanes y, sobre todo, los extranjeros. Es hora de que EEUU piense sólo en los suyos. Compra productos estadounidenses y contrata a estadounidenses («Buy American and hire American»), ha dicho Trump a sus compatriotas, porque supuestamente esa será la misión de su Gobierno.
Como empresario, Trump invirtió en proyectos inmobiliarios en el extranjero, por ejemplo, torres de oficinas, hoteles y casinos. Puso en el mercado todo tipo de productos con su nombre, incluida ropa hecha en China (las gorras con la inscripción «Make America Great Again» que llevan muchos de sus partidarios están hechas en China, Vietnam y Bangladesh).
“We will follow two simple rules: buy American and hire American.” pic.twitter.com/NJt0M7kzoM
— Adrian Toll (@adriantoll) January 21, 2017
Ahora, como presidente, chantajea a las empresas de su país que invierten en México y amenaza con aranceles gigantescos a las compañías europeas que pretenden exportar sus productos a EEUU. No hay más plan económico que reducir al mínimo los impuestos a las empresas y a los más ricos, y confiar en que el dinero fluya hacia el país por las buenas o por las malas y abandone los lugares que se aprovechan de la generosidad de EEUU.
La consistencia ideológica no es uno de los puntos fuertes de Trump, pero hay una cosa innegable. Lo que se ha escuchado el viernes en la escalinata del Capitolio es el mensaje en el que el nuevo presidente ha centrado su discurso desde que se lanzó a las primarias republicanas. Son ideas que van contra el argumentario económico del Partido Republicano desde hace décadas, pero eso no le impidió ganar las primarias y las elecciones. En política exterior y en especial en las relaciones con Rusia, se va a encontrar con una dura oposición de algunos senadores republicanos, pero en política económica son los dirigentes del partido los que han cedido, no él.
No hay que dejarse engañar por los tuits delirantes, el maquillaje color naranja, el pelo imposible o la sintaxis confusa. El personaje tiene muchos elementos ridículos, una mina para cómicos y las viñetas de humor. Por debajo de esa fachada, late una idea siniestra.
La de Trump es la «América» furiosa dispuesta a ajustar cuentas con todos sus enemigos, reales o inventados. Sería entre ingenuo y ridículo pensar que los únicos que se verán perjudicados serán los norteamericanos que no le votaron.
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Texto íntegro del discurso de Trump.