Las primarias del PSOE tenían dos asaltos. El primero se dilucidaba a golpe de avales. El segundo, con votos en la urna. En el primero, Susana Díaz aspiraba a dejar a Pedro Sánchez tendido en la lona, muy tocado de cara al duelo definitivo. Preferiblemente, con una ceja partida y la cara entumecida por los primeros golpes. Era imprescindible que los militantes del PSOE supieran que el resultado de las primarias estaba cantado. Cualquier resistencia era fútil y hasta contraproducente para el futuro del partido.
Así había ganado Díaz las primarias del PSOE andaluz, recogiendo un número de avales equivalente a la mitad de los militantes del partido en Andalucía. Ahora no podía llegar a tanto a nivel nacional, pero sí dejar claro su poder, no que era la favorita, sino que su victoria era el único resultado posible.
Fracasó. Ganó la batalla de los avales gracias a su inmenso dominio del partido en su comunidad, pero sólo sacó algo más de 5.000 votos a Sánchez en toda España. Lo dio todo en Andalucía, donde consiguió una cifra espectacular (el 59% de los militantes totales). No fue suficiente.
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