Berat Albayrak tenía el viernes una cita especial. En mitad del hundimiento de la cotización de la lira turca, el ministro de Hacienda debía ofrecer en un discurso la respuesta del Gobierno a la grave situación económica del país. La estampa no podía ser más penosa. Albayrak –de 40 años y que resulta ser también yerno del presidente Erdogan– no paraba de sudar hasta el punto de que tuvo que utilizar un pañuelo de papel para secarse la cara. No daba exactamente la imagen de seguridad que se espera del principal responsable de la política económica del país en un momento de máxima incertidumbre.
Durante ese discurso, Donald Trump terminó de rematar al enfermo con el anuncio vía Twitter del aumento de los aranceles a las importaciones de acero y aluminio turcos.
Dos dirigentes de corte autoritario que intercambiaron elogios en el pasado han iniciado un duelo personal alimentado por su poderoso ego que puede tener importantes consecuencias económicas no sólo en Turquía. Trump y Erdogan están convencidos de que son dos líderes que la providencia ha regalado a sus naciones. Por tanto, creen que su reputación personal está por encima de cualquier consideración. Eso incluye la situación económica de ambos países, aunque ahí es Erdogan el que se encuentra en una posición más débil.
La lira turca perdió el 14% de su valor el viernes con respecto al dólar. El hundimiento a lo largo de este año ha alcanzado el 40%. Es la divisa convertible de economías importantes con peor trayectoria en estos momentos, con lo que los activos e inversiones denominados en esta moneda empiezan a parecer muy poco atractivos. Es la mayor crisis financiera que sufre su economía desde 2003.
Las bolsas europeas y de EEUU demostraron el viernes que la crisis puede contaminarse más allá de las fronteras turcas. El BCE lleva tiempo estudiando cómo afectaría un agravamiento de la situación turca al BBVA, el francés BNP y el italiano Unicredit. Los bancos españoles son los que registran una mayor exposición a Turquía con 70.000 millones de euros.
El crecimiento económico de Turquía en los últimos 15 años ha sido uno de los principales factores de legitimidad que han permitido a Erdogan controlar todo el poder y ganar todas las elecciones. Desde que se convirtió en primer ministro en 2003, el PIB casi se ha multiplicado por tres. Se crearon grandes corporaciones industriales y de servicios favorecidas desde el poder. En buena parte, el crecimiento se alimentó de inmensas inversiones en construcción e infraestructuras, financiadas con grandes cantidades de deuda.
Turquía fue un buen destino para la inversión extranjera. Con los tipos de interés en niveles mínimos en EEUU y Europa, Turquía y otras economías emergentes resultaban muy atractivos, pero eso no iba a durar eternamente.
El fin de las buenas noticias
La locomotora turca comenzó a dar síntomas de recalentamiento con el aumento sostenido de la inflación (ahora está en el 15,8%). Con muchas citas electorales por delante, incluida la reforma constitucional que convirtió al Estado en un sistema presidencialista, Erdogan no se podía permitir levantar el pie del acelerador. Presionó al banco central para que no subiera los tipos de interés para contener la inflación. En junio, el banco se rindió a la evidencia y los subió hasta el 18%.
El principal experto del BBVA en Turquía, un país donde el banco tiene importantes inversiones, se apresuró a felicitar al banco central: «Es un gran paso adelante en la estrategia contra la inflación. Ayudará a recuperar la credibilidad».
No sirvió de mucho. La inflación siguió creciendo y la moneda turca, cayendo.
En julio, Erdogan volvió a la carga. Poco después de tomar posesión como presidente, anunció en público que confiaba en que muy pronto bajarían los tipos de interés y que su nuevo ministro de Hacienda –es decir, su yerno– se ocuparía de ello. Mal asunto para los inversores internacionales que creen que no es bueno que un Gobierno decida por su cuenta cuáles deben ser los tipos para que se ajusten a sus intereses políticos.
Un sacerdote detenido
En el peor momento posible para la economía turca, el destino de un sacerdote norteamericano convirtió la incipiente rivalidad de Erdogan y Trump en un asunto personal. Andrew Brunson fue detenido en Turquía hace año y medio bajo la acusación de espionaje y de estar relacionado con los promotores del golpe de 2016.
Brunson es un misionero evangélico que vive en Turquía desde hace veinte años y que cuenta con una pequeña iglesia en Esmirna. También son evangélicos el vicepresidente, Mike Pence, y el secretario de Estado, Mike Pompeo, una coincidencia nada irrelevante.
Trump decidió adoptar la causa de Brunson, que niega las acusaciones, y exigió su puesta en libertad. Erdogan vio otra oportunidad de presionar a Washington por la presencia en EEUU del clérigo Fethullah Gülen al que acusa de ser el impulsor del golpe de Estado contra Erdogan. El problema para el presidente turco es que Trump es alguien para quien embarcarse en unas largas negociaciones diplomáticas es casi una pérdida de tiempo.
Las negociaciones se iniciaron y parecían encauzadas con la posibilidad de un intercambio de presos. Hay un financiero turco encarcelado en EEUU, condenado por mantener negocios con Irán violando el embargo impuesto por Washington. El posible acuerdo incluía que el preso cumpliera el resto de su condena en el país. Brunson pasó hace un mes de la prisión al arresto domiciliario, lo que indicaba que el asunto podía solucionarse.
Turquía quería algo más, en concreto que se levantara la millonaria multa que recibió un banco turco en ese caso. Parece que eso fue demasiado para Trump. Las negociaciones encallaron y el presidente de EEUU pasó al terreno de las amenazas y represalias que tanto le gusta. Hizo que se aprobaran sanciones contra dos ministros turcos y dobló el aumento de los aranceles al acero y aluminio, sobre el incremento ya adoptado hace unas semanas para todas esas importaciones.
Hay otros intereses políticos en los que EEUU y Turquía está enfrentados. El más importante tiene lugar en el norte de Siria, donde el apoyo estadounidense a las milicias kurdas sirias enfurece a Erdogan y le impide controlar esa zona. Pero todo ha cobrado un cariz más personal a causa del destino del sacerdote Brunson y las declaraciones agresivas de ambos presidentes. Ninguno quiere ceder porque ninguno está dispuesto a aparecer como el débil.
La situación económica turca no se resolverá si al final ambos países llegan a un acuerdo sobre Brunson. Aun así, a Ankara no le interesa que un tuit de Trump o más sanciones comerciales convenzan a los mercados financieros de que Turquía ha pasado a ser un lugar tóxico.
Erdogan reaccionó el viernes como si no hubiera nada de lo que preocuparse. «No lo olvidéis, si ellos tienen sus dólares, nosotros tenemos a nuestro pueblo y a nuestro Dios», dijo en un discurso mientras la lira se venía abajo.
El lunes, se sabrá qué opinan los inversores sobre la política monetaria de Dios.
Publicado en eldiario.es