«Estamos en guerra», dijo mirando fijamente a la cámara Emmanuel Macron en su discurso a la nación del lunes. «El enemigo es invisible y requiere nuestra movilización general». Guerra, enemigo, movilización. Cuando los jefes de Estado o de Gobierno exigen medidas extraordinarias a sus ciudadanos apelan con frecuencia a un lenguaje de resonancias indudablemente bélicas. Eso se ha multiplicado en la crisis del coronavirus.
«El enemigo no está a las puertas», dijo Pedro Sánchez el martes. «Penetró hace ya tiempo en la ciudad. Ahora la muralla para contenerlo está en todo aquello que hemos puesto en pie como país, como comunidad». El lenguaje bélico puede tender trampas. Si el enemigo ha superado las defensas y está dentro de la ciudad, la muralla ya no sirve de mucho. Pero se supone que la gente capta la intención de estas metáforas.
En la señal de la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros ofrecida por Moncloa, el plano estaba cerrado sobre Sánchez dejando fuera el atril, el micrófono y cualquier otro elemento. En una intervención dedicada en su mayor parte a las medidas económicas de respuesta, se quería que el presidente hablara directamente a los ciudadanos, también cuando respondía a las preguntas de los periodistas enviadas a través de un chat.
La retórica tiene su explicación y su utilidad. Las sociedades abiertas en Europa occidental no están acostumbradas a las medidas draconianas que ahora se extienden en varios países, al menos desde 1945. Los países ricos no han sufrido durante varias generaciones el tipo de prohibiciones que sufren las naciones con dictaduras o sistemas autoritarios.
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