Los gobiernos autonómicos se han hecho existencialistas. No de forma estricta, porque tampoco es que su conocimiento de la filosofía sea muy amplio. Cuando estamos en puertas de poner fin al estado de alarma, han dejado de enfocar su atención y sus críticas en el Gobierno central para pasar a mirar con temor a los habitantes de otras comunidades autónomas. Es algo que pasa en todas las pandemias. Da igual lo mal que estés. El mayor peligro siempre viene de fuera. Ni siquiera cuando eres consciente de que la enfermedad está dentro de tu ciudadela, eres capaz de dejar de pensar que todo se solucionará con muros más altos. Excepto si te perjudican. Entonces, tu punto de vista cambia por completo.
«El infierno son los otros», escribió Jean-Paul Sartre en una obra de teatro. No en el sentido que se ha dado casi siempre a la frase. El filósofo francés explicó después que no pensaba que las relaciones entre seres humanos fueran siempre infernales, sino que nuestra opinión sobre nosotros mismos está condicionada por la visión que los demás tienen de nosotros. A menos que seamos unos sociópatas –y hay unos cuantos en política–, no podemos obviar eso. Lo que otros creen de nuestra personalidad forma parte también de nuestra autobiografía.
Esa es la situación de la que son conscientes ahora los gobiernos autonómicos, en especial aquellos que han sufrido con más fuerza el impacto de la Covid-19. No importa el esfuerzo realizado ni cuánto haya bajado el número de casos. Ni las repercusiones económicas de todo el periodo de confinamiento. Ni por ejemplo los enormes ingresos que entregan los turistas. Los ven como sospechosos, porque pueden provocar un rebrote de la enfermedad que traiga otra vez miseria y dolor a esa Arcadia feliz que es la otra comunidad autónoma.
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