En el cine, ya sabemos que las secuelas son mucho peores que las películas originales. En política, ocurre algo parecido. En una situación como la de la pandemia, es casi inevitable. La llamada fatiga de pandemia afecta a todo el mundo y nadie debe sentirse mal por estar desmoralizado. Sabíamos que esto podía pasar, aunque confiábamos en que algún giro inesperado de los acontecimientos nos diera algo de esperanza. No ha sido así y cuanto antes lo asumamos, mejor. Pedro Sánchez compareció el domingo para anunciar la llegada del segundo estado de alarma, precisamente en la semana en que todos los gobiernos europeos han admitido que la segunda oleada del coronavirus ya está aquí. Era cuestión de tiempo. No se trata de un confinamiento como el de la primavera, aunque las consecuencias para la economía española serán igualmente graves.
Las pandemias cuentan con su propio calendario, que no tiene nada ver con los intereses de los políticos y las necesidades de los ciudadanos. Saben cómo castigar a los gobiernos que intentan aparentar que no es imprescindible dar una respuesta radical. Ha ocurrido a lo largo de la historia y el siglo XXI no es una excepción.
Sánchez entrega a las CCAA el instrumento legal con el que podrán tomar las medidas necesarias para intentar restringir la movilidad de los ciudadanos, y por tanto los contagios. La más llamativa es la del toque de queda nocturno, que ya han decidido varios gobiernos autonómicos en algunas zonas. Por cierto, cuidado con utilizar esas palabras. El presidente preferiría una expresión «más contemporánea». No lo llaméis toque de queda. «Esto es una restricción de la movilidad nocturna», dijo. Como el toque de queda de toda la vida, pero más moderno. Esto es como si te caes de un precipicio y un político te dice que no digas caída, sino acercamiento repentino al nivel del mar.
En cualquier caso, con o sin neolengua, nada que ver con lo que Vox llamó el ‘arresto domiciliario’ de hace unos meses. Aun así, el momento desnuda lo ocurrido recientemente. Es la constatación del fracaso de lo que se ha llamado «autoconfinamiento» en los meses de verano en que las autoridades intentaron una misión imposible: abrir la mano para que la gente disfrutara de las vacaciones y se recuperara un poco la economía y, al mismo tiempo, recomendar a todos que extremaran las precauciones.
Los resultados son los conocidos. En los últimos meses, comunidades como Madrid, Navarra, Catalunya o Aragón han visto dispararse el número de casos. Otras cuyos números no eran tan malos –Galicia, Asturias o Comunidad Valenciana– ven ahora cómo la situación se agrava de forma progresiva.
La gente tiende a hacer todo aquello que no está prohibido, al menos en Europa, paraíso de las libertades y del individualismo. Las simples recomendaciones no funcionan con el cien por cien de la población, y eso es un serio problema durante una pandemia. En especial, si en este fin de semana la Policía Municipal de Madrid ha tenido que intervenir en 300 fiestas privadas y en un botellón que congregó a 300 jóvenes al aire libre. Fiesta y pandemia son términos contradictorios en sí mismos.
Sánchez deberá ir al Congreso para pedir la prórroga hasta mayo del estado de alarma. Esta vez, no se trata de una concentración de poder absoluto en manos del Gobierno central. Serán los gobiernos autonómicos los que podrán ir modulando las medidas en función de varios factores. No hay que engañarse. Los límites marcados son muy exigentes. «Nuestro reto es alcanzar una incidencia acumulada en los últimos 14 días por debajo de 25 casos por 100.000 habitantes», dijo el presidente. Ya no se trata de marcar la cifra de 500 casos como un horizonte fácil de alcanzar, sino de llegar hasta el final. Conviene ser realista. Es posible que no se pueda alcanza ese umbral hasta después del fin del invierno. Esto va para largo.
El apoyo de varios gobiernos autonómicos al estado de alarma hace pensar que el Congreso lo aprobará. Pero lo que importa es que la medida cuente con apoyo amplio, un «abrumador respaldo parlamentario», en palabras de Sánchez. Para llegar a ese nivel, es necesario que el PP esté de acuerdo. Pablo Casado dará su respuesta el lunes en un discurso. Le será difícil oponerse a una medida que no coarta la capacidad de decisión de los gobiernos autonómicos y que mantiene la coordinación entre todos a través del Consejo Interterritorial de Salud. El presidente de Murcia ya ha declarado su «lealtad» al Gobierno central. Isabel Díaz Ayuso cree que la medida es positiva, porque «nos permitirá trabajar juntos a los dos gobiernos».
Quizá eso permita al PP votar a favor. O quizá Casado crea que la discusión sobre qué instrumento jurídico es el más adecuado –estado de alarma o las leyes existentes– justifica votar en contra o abstenerse en el Congreso.
La mayoría de los ciudadanos no ha estudiado Derecho. Lo que dicen las encuestas –también en otros países europeos– es que la gente apoya respuestas más estrictas si son necesarias. Según el último sondeo del CIS, un 93,4% de los españoles se muestra muy o bastante preocupado por la pandemia. Un 62,4% está a favor de que se tomen «medidas de control y aislamiento más exigentes». Ese porcentaje es del 72,2% en el caso de los votantes del PSOE. Por ese lado, Sánchez puede estar tranquilo. Los del PP tampoco creen que todo vaya bien y que no sea necesario tomar medidas excepcionales. El 53,8% de sus votantes apoya ir más lejos. Ya sabemos que los partidos marcan estrategias que no siempre pasan por lo que desean sus partidarios, pero ahora sería conveniente que les hagan caso.
Según La Razón, los barones regionales del PP están por la vía de suscribir el estado de alarma, porque les facilitaría dar los pasos requeridos. Jugar a la política en estos momentos sería una irresponsabilidad, dicen varios gobiernos autonómicos. Ahora Casado debe decidir si continúa el camino de la confrontación, que es la opción por defecto del PP madrileño, o si presta atención a los otros gobiernos que controla su partido.
No se puede negar que las pandemias dan segundas oportunidades. Ahora veremos si el sistema político español ha aprendido de los errores de la primavera. En este caso, el escepticismo no es un defecto.