Sabíamos que la campaña de Madrid iba a ser no apta para menores de edad. Lo que no preveíamos es que los periodistas de sucesos y otros asuntos delictivos iban a tener que trabajar tanto. Primero, fueron balas. Ahora es una navaja con aspecto de estar manchada de sangre. La última destinataria es Reyes Maroto, la ministra de Industria. El remitente envió el sobre por correo antes de que se conocieran las amenazas a Pablo Iglesias, Fernando Grande-Marlaska y María Gámez. No se sabe qué es peor en estos casos, que esta violencia proceda de un grupo concreto de personas o que individuos sin relación entre sí piensen que hay que pasar de los ataques verbales al Gobierno a los hechos.
Con Maroto, no cabe hacer la reflexión que ha partido de algunos círculos de la derecha, interesados en achacar a Iglesias la responsabilidad de las amenazas contra él. Ahí destacó el alcalde de Madrid al unir el rechazo al envío de las balas con la acusación en la misma frase al líder de Unidas Podemos de ser un «hipócrita». Como si fuera él quien se lo había buscado. El PSOE anunció a Maroto como consejera de Economía en un posible Gobierno presidido por Ángel Gabilondo, pero su perfil público no es muy alto ni es agresivo su estilo de declaraciones políticas: «No soy una persona polémica que haya estado en el foco de la polémica, como pueden estar otros compañeros».
Las dudas se despejaron algo cuando se supo que el autor ya estaba identificado: una persona con antecedentes de problemas mentales que firmó como remitente con su propio nombre y dirección. Sería un error restar importancia a la amenaza por las características de su responsable. El clima de violencia verbal que rodea a la política madrileña puede provocar actos inimaginables en personas de todo tipo, no sólo simplemente por motivaciones políticas.
Maroto reconoció haber sentido miedo al saber que había recibido el sobre con la navaja. Decidió llamar a su marido y a su hijo para confirmarles que estaba bien. Al presentar la denuncia en la comisaría del Congreso, no tardó en poner el incidente en el contexto de la campaña electoral. «Hoy todos los demócratas estamos amenazados de muerte si no paramos a Vox en las urnas», dijo. Un análisis similar hizo Alberto Garzón: «La extrema derecha no está amenazando sólo a personas individuales, sino a la propia democracia que tanto costó conquistar».
Por la mañana, Isabel Díaz Ayuso no calificó de «circo» toda esta polémica, como hizo en un mitin este fin de semana. «Mi condena a estos incalificables últimos actos», escribió en Twitter refiriéndose a las amenazas a políticos. Sin embargo, por la tarde tocaba mitin y tenía que actuar ante su público. «Todos recibimos amenazas y no montamos un circo», dijo, para pasar a informar de que «yo he estado en una lista yihadista». No concretó en calidad de qué. Al igual que ha manifestado Vox, Ayuso no cree que los que han recibido los proyectiles puedan alegar inocencia, los que «pactan con el mundo político de ETA», los que «jalean la violencia» o «los socios que se alimentan de las balas del pasado». En esa comparación histórica, siete balas deben de parecerle pocas.
De la misma forma que Ayuso no va a parar de relacionar a sus adversarios políticos con la muerte de la libertad, la izquierda no cede en su intento de centrar la última semana de campaña en la denuncia del único socio que le quedará al PP en la Asamblea para reelegir a la presidenta. Fue el Partido Popular el que presentó estas elecciones como un momento decisivo con el precipicio del totalitarismo a unos pocos pasos. Era casi como suponer que la Constitución iba a dejar de estar en vigor en territorio madrileño. Pensaba que ese drama con un punto de histerismo le favorecía y no veía inconveniente en tensar al máximo el ambiente político.
La existencia de las amenazas de muerte y la respuesta desafiante de Vox han hecho que la izquierda endose a Ayuso algo de su propia medicina. Desde el otro lado, también se escucha que en estas elecciones nos lo jugamos todo. «Le pregunto a la señora Ayuso cuántas amenazas más tienen que recibir compañeros y compañeras para que diga firmemente que no tiene ninguna intención de gobernar con la extrema derecha, el partido del odio y la intolerancia», ha dicho Mónica García, de Más Madrid.
El PP no ve por qué hay que excitarse por la participación de la extrema derecha en un Gobierno. Sólo le falta decir que los de Vox no son mala gente, sólo un poco asilvestrados. «Soy alcalde con un pacto de investidura con Vox y no ha pasado nada. Que no se asusten», dijo el lunes José Luis Martínez Almeida. Sólo ha producido escenas tan grotescas como ver a los representantes de los grupos municipales con una pancarta contra la violencia de género ante el Ayuntamiento y a los de Vox separados por varios metros con su propio mensaje negacionista. Y al alcalde acercarse a Javier Ortega Smith para implorarle que recapacitara, lo que no consiguió. Almeida se comió el marrón de tener esos socios y hoy sigue poniendo buena cara.
Cada vez que el PP pretende que los votantes vean a Vox como un partido normal, sus socios le dejan en evidencia. Enfurecidos por las palabras de Reyes Maroto a raíz de la amenaza sufrida, han afirmado que «es repugnante ver a todo un Gobierno tratar de victimizarse con anécdotas que tienen que ver con la salud mental de algunas personas».
Una navaja con pinta de estar manchada de sangre es sólo una anécdota. La clase de cosas que alegran la vida en Madrid.