La política española es presidencialista por definición. Sí, el nuestro es un sistema parlamentario según marca la Constitución, pero lo más importante es el mundo real. Y en ese escenario hay un momento en que el jefe del Gobierno es imbatible. Sólo él decide cuándo hay que nombrar o destituir a los ministros. Si hay una remodelación del Gabinete en ciernes, él es la estrella principal. Es un poder inmenso que en realidad sólo dura unas horas. Cuando los cambios se anuncian, ya no hay vuelta atrás. Y no puedes renovar el Gobierno cada tres meses.
Para los periodistas de política, este es un instante sublime. La oportunidad de desarrollar teorías sobre las estrategias por las que Moncloa ha apostado, identificar a los vencedores y perdedores, especular sobre lo que pueda ocurrir a partir de ahora. A la oposición, le queda el papel de siempre, decir que todo es un paripé con marionetas manejadas por el malvado Fu Manchú. Aun así, Casado quiso innovar. Escandalizado, dijo el domingo que los ministros habían sido nombrados «a dedo», cuando todos sabemos que son elegidos con rigurosas pruebas físicas y un examen detallado de los trabajos que presentaron en el máster.
El balance más extendido es que hemos presenciado «una auténtica conmoción», como se ha escrito en uno de los artículos. Moisés ha sacado la vara y ha partido el Mar Rojo en dos para que el pueblo elegido encuentre el camino que debe recorrer. Curiosamente, esos mismos artículos destacan algo obvio. Este Gobierno ha empeñado su futuro en la recuperación económica que se producirá cuando la pandemia siga condicionando nuestras vidas, pero ya no cortocircuitando la economía. Si la resurrección es real, los partidos del Gobierno podrán ganar las elecciones de aquella manera, es decir, como en 2019 y sin alardes. Si no es así, habrá un cambio político.
Hay tres ministerios que van a llevar el protagonismo en lo que resta de legislatura. No hay cambios en esas carteras. Nadia Calviño, Yolanda Díaz y María Jesús Montero continúan en sus puestos y con el mismo poder que tenían antes. A ellas no les influye tanto si en el Consejo de Ministros están los de siempre o hay caras nuevas. Lo importante es lo mismo que antes. Contar con la confianza del presidente en las decisiones fundamentales. Todo lo demás es música de fondo.
La decisión de aplazar hasta el próximo año la subida del salario mínimo es una demostración de que Sánchez no se ha apartado de la línea ortodoxa de la política económica de los anteriores gobiernos socialistas, que se puede detectar con facilidad si examinamos la identidad de todos sus vicepresidentes económicos. A causa del nivel de deuda pública, el Gobierno español ha sido uno de los más tacaños –y por tanto cautelosos– en ayudas directas durante la pandemia. En la prensa, existe la afición a describir a Sánchez como un tipo temerario y adicto a decisiones arriesgadas e inesperadas. Nada más lejos de la realidad en política económica, que además es con lo que se ganan y pierden las elecciones.
Se dice que la esperanza de vida media de un soldado soviético en lo peor del asedio a Stalingrado era de 24 horas. La política tradicional no es tan sangrienta, aunque a veces lo parezca. Los ministros duran más tiempo, sólo que los que aguantan los cuatro años de una legislatura suelen ser una minoría. En la política española, la excepción fue Mariano Rajoy al que molestaba tanto romper la rutina y afrontar los problemas más graves que la simple idea de comunicar a un ministro que le había decepcionado le producía un rechazo visceral.
Lo habitual es que muchos ministros tengan la fecha de caducidad sellada en la frente. Van rellenando la botella con el desgaste que asumen hasta que llega al tapón y empieza a desbordar y poner el suelo perdido. A partir de ahí, han dejado de ser útiles. Siempre hay excepciones. Grande-Marlaska no cuenta con muchos partidarios en la izquierda y es acosado con ferocidad por la derecha. Su permanencia en el Gobierno es un pequeño misterio. Quizá Sánchez piense que cualquiera que le sustituya estaría en la misma situación que él en seis meses. O no está dispuesto a entregar al PP el trofeo que anhelan colgar en su sede antes de venderla.
El Gobierno pierde a dos protagonistas de los que los medios llaman «pesos pesados», en referencia a Carmen Calvo y José Luis Ábalos. Para los periodistas, los ministros políticos son los que salen a dar entrevistas y hablan de cualquier tema, aunque no sea de su Ministerio. Son importantes porque ofrecen titulares y sirven para llenar páginas. Sin embargo, también arrastran su propia mochila con polémicas y decisiones equivocadas que pueden terminar acabando con ellos, al igual que ocurre con los ministros que sólo hablan de lo suyo y si les preguntan.
El relevo de Calvo es la consecuencia lógica de haber dejado de ser un elemento clave en la solución a las posibles divisiones internas, como responsable de la coordinación entre ministerios, a convertirse en parte del problema. La negociación de la ley de derechos de personas trans la dejó en evidencia. Con independencia de sus ideas al respecto, debía haber impedido que la herida abierta en el movimiento feminista se trasladara al interior del Gabinete. La negociación se dilató hasta el punto de que era posible que no hubiera ley, lo que habría tenido consecuencias funestas para el Gobierno. Al final, otros tuvieron que ocuparse de solucionar el entuerto. Calvo había dejado de ser parte de la solución. No suena muy sexy, pero en política estás para solucionar problemas a los de arriba, no para creárselos.
Si la política española continúa siguiendo los pasos de la norteamericana con esta polarización desbocada, la clave de las próximas elecciones será la movilización de las bases, de los ya convencidos en anteriores elecciones, y, siempre que sea posible, buscar a un puñado de los indiferentes. Eso es aún más cierto en el caso de los dos partidos del Gobierno. En ese sentido, es lógico que Sánchez se acerque al PSOE y haya buscado para la remodelación a dirigentes que estuvieron en el bando que quiso acabar con su carrera política en 2017.
Ese mensaje de reconciliación –los que se fueron derrotados tienen abierta la puerta para volver a la política nacional– servirá para dejar claro al PSOE que es el partido el que se la juega en 2023, no sólo Sánchez. Otra broma como la de 2011 y pueden pasar una década en la oposición.
Sólo ya eso justifica un cambio de Gobierno, uno de esos que sólo se pueden hacer una vez en cada legislatura.