En la inauguración de la Cumbre por la Democracia organizada esta semana por Estados Unidos, Joe Biden afirmó que «ante los alarmantes desafíos contra la democracia y los derechos humanos universales que se producen en todo el mundo, la democracia necesita campeones», países que prediquen con el ejemplo y que ayuden a sus aliados en esa causa. Fueron invitados un centenar de países. La lista fue elaborada por el Gobierno norteamericano. Era una cumbre que tenía reservado el derecho de admisión en la que algunos aliados tradicionales de EEUU se quedaron fuera y otros cuyas credenciales no son mucho mejores recibieron luz verde para que sus líderes enviaran un mensaje.
Cada uno de ellos tenía en torno a tres minutos para su breve discurso. El objetivo de la cita era presentar un frente común contra el creciente aumento del autoritarismo, redoblar esfuerzos en la lucha contra la corrupción y comprometerse a dar pasos para fortalecer la democracia. En última instancia, Biden pretendía recuperar el prestigio internacional de EEUU después de que este se hubiera hundido por los cuatro años de presidencia de Donald Trump. Es difícil que dos días de encuentros virtuales sean suficientes para tal empeño. En especial, porque Trump continúa siendo el político más influyente del Partido Republicano y tiene casi asegurada a día de hoy la candidatura por su partido para las elecciones de 2024.
«No puedes intentar proteger y defender la democracia globalmente cuando no puedes protegerla en tu propio país», dijo Cliff Albright, director de la ONG Black Voters Matter Fund a The New York Times. «No puedes ser el bombero global cuando tu casa está en llamas».
Tampoco es posible hacerlo con credibilidad si no quieres prescindir por razones económicas de tus relaciones con dictaduras. Emmanuel Macron y Pedro Sánchez participaron en la cumbre de Biden sólo unos días después de realizar sendas visitas a países que ni siquiera fueron invitados a la cita, porque su historial de derechos humanos es deplorable. Macron había viajado a Arabia Saudí para reunirse con el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, señalado por el asesinato del periodista Jamal Khashoggi hasta por los servicios de inteligencia norteamericanos.
Sánchez había ido a Egipto al frente de una delegación de empresarios con la intención de aumentar las exportaciones e inversiones españolas. Han aumentado en los últimos años, pero sin alcanzar cifras relevantes. El país árabe no está entre los veinte principales destinos de las exportaciones españolas. En un discurso ante el primer ministro egipcio, Sánchez afirmó que «el Gobierno de Egipto desde el año 2014 está trabajando con decisión, con valentía, en reformas que posibilitan una apertura económica que hoy todos podemos celebrar».
La elección de la fecha no es casual. 2014 es el año de la elección del general Sisi como presidente, once meses después del golpe de Estado con el que el Ejército derrocó al Gobierno elegido en las urnas. En ese momento, se inició una violenta represión contra los seguidores de los Hermanos Musulmanes que luego se extendió a cualquier grupo crítico con el régimen. Decenas de miles de presos políticos acabaron el primer año en prisión.
A finales de octubre, Sisi anunció el fin del estado de emergencia en vigor en Egipto con diferentes formas legales desde el asesinato de Sadat en 1981, con la excepción de unos pocos meses en 2011. Pocos días después, el Parlamento aprobó una ley que refuerza los poderes del presidente y del Ejército ante cualquier amenaza a la seguridad. Sisi fue reelegido en las elecciones de 2018 con un 97% de los votos, según el resultado oficial.
Reunirse con Sisi, como hizo Sánchez, y elogiar una supuesta apertura económica que no puede ocultar el aumento del control de la economía del país por el Ejército es una forma peculiar de defender la democracia en el mundo.
Egipto y Arabia Saudí no estuvieron representados en la cumbre de Biden. Tampoco Turquía y Hungría, ambos miembros de la OTAN. Las relaciones de Erdogan con los gobiernos occidentales son pésimas desde hace tiempo. El húngaro Orbán se ha convertido en el político europeo favorito de la extrema derecha y del ala más conservadora de los republicanos en EEUU. Otros gobiernos que sí recibieron la invitación han alardeado de un discurso reaccionario, como el filipino Duterte o el brasileño Bolsonaro, líderes que disfrutan amenazando a sus rivales políticos.
En su intervención, Bolsonaro presumió de que su Gobierno está «trabajando con determinación para forjar una cultura de diálogo e inclusión social». Fue difícil encontrar un frase en la que no mintiera en un discurso que duró dos minutos y 33 segundos.
La invocación a los derechos humanos ha sido siempre una herramienta propagandística de la política exterior de EEUU. Cada año, el Departamento de Estado difunde un informe en el que examina a todos los países del mundo. Ahora se ha extendido la idea de que la democracia liberal vive su peor momento desde 1945, ignorando por ejemplo lo que ocurrió en los años 70 y 80 en Latinoamérica y Asia. La revista The Atlantic colocó en la portada de su edición de diciembre a Maduro, Lukashenko, Putin, Xi y Erdogan con el titular «Los malos están ganando». En realidad, con la excepción de Erdogan, los que deberían aparecer en la imagen son otros, y no porque los señalados hayan hecho muchos méritos democráticos.
El ‘think tank’ sueco V-Dem Institute elabora rankings y estudios sobre la salud de la democracia en el mundo. Cuenta con varias clasificaciones que tienen en cuenta diversos factores. En la de «democracia liberal», Dinamarca, Suecia y Noruega encabezan la clasificación en la que España aparece en el puesto 13º –por detrás de Irlanda y por delante de Reino Unido– y EEUU en el 31º. Su último estudio indica que casi todos los aliados de EEUU han sufrido una significativa «erosión democrática» en la década que comenzó en 2010. Los ejemplos más claros son los de Turquía, Hungría, Israel y Filipinas. La causa no reside tanto en la influencia de potencias extranjeras, pongamos Rusia o China, sino en los procesos internos de descomposición de los valores democráticos dentro de cada país.
Lo mismo dice el estudio sobre EEUU, que se encuentra en una posición mediocre en todos los baremos comparada con los países de Europa occidental. El periodo de tiempo analizado coincide en buena parte con la presidencia de Trump, pero sería una ilusión pensar que el problema se reduce al expresidente. La realidad es que los propios medios de comunicación e instituciones académicas norteamericanas que presumían de que su país era un propulsor de la democracia liberal ahora no esconden su pesimismo sobre su futuro en el país.
Los estados que en 2010 ya contaban con un sistema autocrático no cambiaron su posición. Por el contrario, EEUU y sus los aliados –aquellos con los que tiene un tratado o compromiso de defensa mutua– protagonizaron los recortes antidemocráticos. El análisis de V-Dem les adjudica el 36% del descenso registrado en calidad democrática y sólo el 5% de las mejoras.
La apuesta de Washington por la democracia liberal en Europa occidental fue un hecho a partir de 1945. Sólo la propaganda podía decir lo mismo en relación al resto del mundo. La lógica de la Guerra Fría condujo a EEUU a apoyar el establecimiento de dictaduras en el Tercer Mundo, responsables de espantosas matanzas como las ocurridas en Indonesia en 1965-66 o Argentina desde 1976, y un constante intervencionismo militar como manual esencial para enfrentarse a la URSS. En tiempos contemporáneos, las campañas militares e invasiones realizadas por EEUU desde los atentados del 11S y la polarización extrema en su política interior han hecho que en pocos países del mundo se considere al país como un modelo que merezca la pena imitar.
Los intentos de los republicanos de alterar las normas electorales en los estados que controlan en EEUU terminarán hundiendo aun más el prestigio exterior del país. En Michigan, han propuesto una reforma para hacerse con el control total de la organización de las elecciones, ya que afirman sin pruebas que en las últimas el fraude impidió la victoria de Trump. «Si eso ocurriera en alguno de los países a los que EEUU entrega ayuda económica, inmediatamente se consideraría como una amenaza a la democracia. Los diplomáticos de EEUU escribirían telegramas enfurecidos y los políticos amenazarían con cortar la ayuda», escribió Laura Thornton, del ‘think tank’ German Marshall Fund.
La paradoja es que EEUU no puede aprobar sanciones contra sí misma. De momento, Biden se conforma con organizar otra cumbre similar dentro de un año. Lo que le resultará más complicado será arreglar sus problemas en casa antes de pensar en promover la causa de la democracia liberal en el resto del planeta.