En agosto de 1999, Vladímir Putin fue nombrado primer ministro por el presidente, Boris Yeltsin. Era el quinto jefe de Gobierno en menos de dos años y no se preveía que tuviera una esperanza de vida superior a sus predecesores. Dos días antes, había ocurrido el hecho que terminaría por acelerar su llegada al poder absoluto. Un grupo de insurgentes chechenos del sector más fundamentalista invadió la vecina república rusa de Daguestán. Su objetivo era formar una república islámica con Chechenia y Daguestán y expulsar a los rusos del Cáucaso.
Pocas semanas después, se produjeron atentados con explosivos contra edificios de viviendas en tres ciudades rusas, que causaron 300 muertos y un millar de heridos. Estos ataques indiscriminados contra la población civil han estado rodeados de misterio desde entonces, aunque en su momento se dio por hecho que eran obra de los grupos yihadistas chechenos que habían intentado ocupar Daguestán. La respuesta de Putin fue brutal. Con la Segunda Guerra Chechena, aniquiló a los insurgentes que habían humillado antes al Gobierno de Yeltsin. El hombre que había surgido de los servicios de inteligencia construyó en muy poco tiempo la imagen del líder que necesitaba Rusia para defender su seguridad al precio que fuera.
«Los perseguiremos allí donde estén. Perdón por decirlo así. Los cazaremos en los baños. Acabaremos con ellos en las letrinas», dijo en una frase que se recordaría durante mucho tiempo. En marzo de 2000, ganó las elecciones presidenciales con el 53% de los votos y 38 millones de papeletas con su nombre.
Un cable de la embajada de EEUU resumió la razón de su victoria con una sola palabra. «¿Por qué Putin? Chechenia».
La violencia chechena no desapareció por completo ni tampoco las sospechas sobre la incompetencia de los servicios de seguridad para prevenir atentados masivos. El ataque a una escuela en Beslán en 2004 provocó otra matanza con 334 muertos, de los que 186 eran niños. Los familiares de las víctimas denunciaron la facilidad con la que los terroristas habían llegado a la localidad, a menos de dos horas en coche desde la capital chechena, probablemente sobornando a los policías en los controles habituales en la región. También criticaron el ataque de las fuerzas especiales a la escuela, que pudo provocar más víctimas que las ocasionadas por los disparos de los asaltantes.
Veinte años después de Beslán, Rusia ha sufrido otra matanza en un auditorio de Moscú, con 137 muertos identificados, que ha sido reivindicada por ISIS-Khorasan, un grupo del ISIS con bases en Afganistán.
Una vez más, hay que preguntarse cómo un reducido grupo de atacantes pudo entrar en el complejo de entretenimiento Crocus City Hall, que alberga centros comerciales, cines y un inmenso auditorio, donde en esos momentos podía haber 7.000 personas, sin que la policía opusiera la menor resistencia. En algunos vídeos, se puede ver a decenas de personas huir aterrorizadas de los disparos y entre ellas a varios agentes de policía. Los terroristas lograron entrar al auditorio y disparar a placer a los que ya habían llegado para asistir a una actuación musical.
Desde el inicio de la invasión de Ucrania, Putin ha reforzado su imagen como gran defensor de la nación rusa y de la seguridad de la población. El autoritarismo de sus mensajes y la represión de los disidentes se justifican en los medios de comunicación por las circunstancias extraordinarias que vive el país y por el peligro que suponen los enemigos de Rusia, es decir, Europa y EEUU. Por encima de todo esos riesgos, se ofrece la imagen de Putin como el hombre fuerte que necesita Rusia. Quien lo olvidara sólo tenía que recordar lo que había ocurrido en Chechenia.
La autoría yihadista del atentado fue discutida de inmediato por las autoridades rusas. Los medios de comunicación recibieron instrucciones del Gobierno para que acusaran a Ucrania de estar detrás de la matanza. La reivindicación por el ISIS no alteró sus planes, ni siquiera cuando el grupo yihadista difundió a través de su agencia oficial Amaq vídeos del ataque en los que se podía comprobar que estaban grabados en el lugar de los hechos, tanto el extenso vestíbulo del auditorio como los pasillos de acceso.
El lunes, Putin reconoció en una reunión con altos cargos de seguridad que los autores eran «islamistas radicales», pero insistió en apuntar a una supuesta pista ucraniana u occidental. «El atentado terrorista es sólo un eslabón en una cadena que va a Kiev y Washington», dijo. Los responsables últimos son los que se vean favorecidos por el resultado: «¿Quién se beneficia de esto?».
«Esto va a ser analizado como un fracaso de Putin. Llegó con promesas de paz y estabilidad. ¿Dónde están ahora la paz y la estabilidad?», ha dicho a The Wall Street Journal Abbas Gallyamov, un consultor político que escribió discursos para Putin y que ahora le critica de forma regular. «Si al final ha sido el Estado Islámico, entonces toda tu política exterior no vale nada, y por eso han hecho lo posible por lanzar la acusación sobre Ucrania».
Atacar a Ucrania o EEUU es la mejor manera de orientar la furia de la población por la matanza hacia los enemigos exteriores de Rusia, y no a sus fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia por no haber podido impedirla.
Centrados en la guerra con Ucrania y en perseguir a los disidentes, los servicios de inteligencia han fracasado a la hora de impedir un ataque yihadista como los que han tenido lugar en años anteriores en los países occidentales, en especial el de la sala Bataclan en Francia. La idea de que ISIS no debería prestar atención a Rusia está fuera de la realidad y las fuerzas de seguridad lo saben.
En 2022, un comando atacó la embajada rusa en Kabul en 2022 matando a un diplomático y un guardia de seguridad. A principios de marzo, el Gobierno anunció que había desarticulado una célula del ISIS que pretendía atacar una sinagoga.
El apoyo decisivo que el Gobierno ruso dio al régimen de Siria en su guerra contra grupos islamistas y yihadistas convirtió a Moscú en un objetivo evidente del ISIS o de cualquier musulmán radicalizado tras su paso por ese conflicto. Es el caso de Akbarzhon Jalilov, ciudadano ruso de origen uzbeko, condenado por colocar una bomba en un vagón del metro de San Petersburgo que mató a 15 personas en 2017. Tres años antes, había viajado a Siria y se había entrenado en tácticas terroristas en un campamento del ISIS.
El historiador Mark Galeotti se pregunta si Putin utilizará el atentado para perseguir a los muchos inmigrantes de las repúblicas rusas del Cáucaso o los extranjeros procedentes de países de Asia Central que viven en las principales ciudades. Su problema es que «la economía sufre un déficit de mano de obra (por la movilización militar y la huida de centenares de miles de jóvenes) y necesita a millones de trabajadores de la región que aceptan los trabajos que los rusos no quieren o los salarios que los rusos no aceptarán».
Lo que está fuera de toda duda es que la respuesta será violenta. Los cuatro presuntos autores de la masacre comparecieron el lunes ante un tribunal con evidentes muestras de haber sido torturados. Uno de ellos tuvo que ser trasladado en una silla y ni siquiera parecía estar consciente. Resulta inaudito que circularan vídeos con fragmentos de los interrogatorios en redes sociales, imágenes que sólo podían haber sido filtradas por el FSB o la policía. En uno de ellos, cortan la oreja de un detenido y se la meten por la boca. Se escucha la voz del interrogador: «Todavía te queda una oreja».
Habitualmente, los gobiernos suelen ocultar las pruebas de que emplean la tortura para hacer hablar a los terroristas. En Rusia, las autoridades las hacen públicas sin ningún recato. Putin da por hecho que la población perdonará los errores policiales si comprueba que el Gobierno está dispuesto a responder al terror con la respuesta más brutal que puedan imaginar.