Incluso para lo habitual en un país tan despiadado como Pakistán, las noticias de Peshawar son estremecedoras. 141 muertos, incluidos 132 niños y adolescentes, y 245 heridos en el ataque de los talibanes a una escuela militar. Una venganza directa contra el Ejército, ya que los alumnos eran casi todos de familias de militares, pero a través del asesinato de los más inocentes.
Las cifras son terribles. Sin embargo, el hecho de que fueran a por un colegio no puede sorprender. Los talibanes paquistaníes han atacado centenares de escuelas en los últimos años. Son uno de los símbolos del Estado que quieren borrar, porque puede representar, sea o no cierto, la capacidad de ese Estado para superar un código de costumbres que se remonta a siglos atrás. Y que evidentemente sirve para perpetuar todo tipo de injusticias y una visión medieval de la religión.
Si controlas la educación de los niños, controlas el futuro. El fracaso histórico del sistema educativo del país ha contribuido a que muchas familias prefieran confiar a sus hijos a las madrasas, donde el currículum es básicamente religioso, y a veces radical y xenófobo.
Una vez más, con este ataque se suceden las reclamaciones para que los dirigentes religiosos musulmanes condenen de forma tajante esta violencia indiscriminada contra civiles. Ya lo han hecho antes, en Pakistán y otros países, y no ha servido de nada. Es una violencia criminal en la que la religión es la excusa, no la razón. Hay más política que religión en todo esto. También desde el lado del Gobierno de Islamabad.
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