Todos los que elogiaban el nivel del debate político en el Reino Unido justo antes del referéndum de Escocia, básicamente para contraponerlo a la tradicional crispación española, quedarán un tanto decepcionados al ver la última campaña de los tories. En la foto, Alex Salmond lleva en el bolsillo de la chaqueta a un empequeñecido Ed Miliband.
El mensaje a los votantes: los laboristas estarán controlados por los pérfidos independentistas escoceses si dirigen el Gobierno después de las elecciones del 7 de mayo. Para remachar el aviso, David Cameron explicó en Facebook que se trata de una perspectiva «terrible». El SNP (siglas en inglés del partido de Salmond) obtendrá un «alto precio» por su apoyo. Conclusión: «Todos en Gran Bretaña lo pagarán con impuestos más altos, más gasto público, más deuda y una defensa más vulnerables en estos tiempos peligrosos».
La campaña se ha encargado a M&C Saatchi, la misma agencia que le puso ojos de diablo a Tony Blair en las elecciones de 1997. Ese intento de arrebatar a Blair su imagen angelical (sí, entonces Blair era así) no sirvió de nada, pero lo de ahora demuestra que los conservadores van con todo el arsenal de los trucos visuales. Es eso o volver a la oposición.
Los tories han conseguido enjugar en los sondeos la diferencia que les han sacado los laboristas a lo largo de la mayor parte de la legislatura. Pero su aliado en el Gobierno de coalición, los liberales demócratas, perderá decenas de escaños. Las opciones de Cameron de continuar residiendo en Downing Street parecen reducidas, por más que su nivel de apoyo personal en los sondeos sea alto comparado con el de Ed Miliband.
Las características del sistema electoral británico hacen difícil los pronósticos. Resulta complicado en teoría saber cuánto le reportará en escaños un 15% a los euroescépticos de UKIP. Puede suponerles un número de diputados que los haga imprescindibles para gobernar (esa es la opción menos probable), o podría desperdiciarlos en un montón de circunscripciones. Además, UKIP y LibDem están en las antípodas en el tema europeo, con lo que resulta imposible imaginarlos juntos en un Gobierno.
La mayoría de los sondeos más recientes ofrece un empate técnico entre los dos grandes partidos, pero con cifras muy bajas. El domingo, YouGov preveía (para The Sunday Times) un 33% para los tories, 32% para los laboristas, 15% para UKIP, 8% para los LibDems y 5% para los verdes. En la de Opinium (para The Observer) conservadores y laboristas estaban empatados con un 34%.
The Guardian hace una proyección tomando los datos de todas las encuestas. El último resultado asigna 276 escaños a los tories, 266 a los laboristas, 52 al SNP, 27 a los LibDem y 26 a otros partidos. La mayoría absoluta está en 326 escaños. Es estupendo contar con una previsión tan exacta, pero no conviene creérsela demasiado. Las empresas de encuestas, al igual que pasa en España, afirman que nunca antes ha sido tan difícil prever el resultado. No sólo por la aparición de nuevos partidos, sino también por la escasa convicción de los encuestados. El número de los que dicen no tener decidido el voto es anormalmente alto.
La fragmentación del mapa político británico ha hecho que muchos analistas den ya por muerto el bipartidismo, a pesar de lo mucho que le favorece el sistema electoral. Lo que suman los tres principales partidos nunca ha dado un porcentaje tan bajo. Blair consiguió ganar las elecciones de 2005 por mayoría absoluta con sólo un 35%, pero eso no va a volver a ocurrir.
Si nos fijamos sólo en los números, hay dos razones. Los laboristas van a ser aniquilados en Escocia. Allí se juegan 59 escaños, y todos menos un puñado van a ser para el SNP, que por cierto ya no es el partido de Salmond. Está dirigido por la primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon (Salmond se presenta ahora a las generales). La derrota en el referéndum de independencia no ha pasado factura a los nacionalistas. Les ha dado incluso más fuerza. Su electorado continúa motivado, mientras que el de los partidos ‘nacionales’ (con perdón, porque Escocia es una nación) carece de líderes con carisma y no puede contar con el apoyo de muchos de los que votaron ‘no’.
Para apreciar el impacto de este sorpasso, hay que recordar que los laboristas obtuvieron 41 escaños escoceses en las generales de 2010. El SNP, 6. En realidad, la referencia ya no vale de mucho. En las elecciones escocesas de 2011 (lo que nosotros llamaríamos autonómicas), Salmond obtuvo la mayoría absoluta de escaños con un 45%. Ahora es probable que supere el 50%. Los tories pueden darse por satisfechos si conservan su escaño actual y los laboristas quizá se queden con entre cinco y diez, como mucho.
Los conservadores saben que no son muy queridos en el norte. Es en el sur y este del país donde sus problemas tienen más impacto electoral. En el este, UKIP les puede arrebatar muchísimos votos, aunque eso no se traduzca en un número significativo de escaños para los euroescépticos. Esa hemorragia de votos permitirá en el muy poblado sur a los liberales demócratas conservar con suerte la mitad de sus escaños y que los laboristas ganen unos cuantos con los que compensar la humillación escocesa.
Con tantos partidos en juego y tantas circunscripciones cada una en zonas del país muy diferentes, las combinaciones posibles son numerosas y las posibilidades de hacer un pronóstico aventurado a menos de dos meses de la fecha del 7 de mayo, escasas.
Pero son dos meses y la fiesta no ha hecho más que empezar. Ed Miliband intentará convencer a los escoceses de que sólo los laboristas pueden echar del poder a Cameron y sus tories. Nadie cree que tendrá mucho éxito. Su estatura como líder no ha llegado a crecer desde el día que salió elegido. La idea de un humorista de caricaturizarlo como el protagonista de ‘Wallace & Groomit’ ha echado raíces.
Cameron jugará a tope la carta del voto del miedo a los nacionalistas escoceses, que por ser hostiles a los tories lo tienen descartado como socio de gobierno. El primer ministro intentará convencer a los posibles votantes de UKIP de que si abandonan a los conservadores, estarán entregando la llave del poder al SNP. Por debajo de todo esto, circulará de forma subrepticia la apelación al nacionalismo inglés, un factor político que nunca ha sido decisivo en unas elecciones, pero que siempre ha estado ahí. Ahora que se supone que los escoceses deben obtener un sustancial aumento de sus competencias económicas como parte de la promesa que hizo Cameron antes del referéndum, lo que se estará afirmando es que sería una afrenta que sean los escoceses los que decidan quién gobierna el Reino Unido, es decir, Inglaterra (y Gales).
Y donde no puede llegar Cameron, lo harán el Daily Mail y The Sun.
Pero más allá de los números, y por eso tanto Miliband como Cameron no pueden dar por hecho que sus llamamiento tengan éxito, lo que está detrás de esta fragmentación es la pérdida de prestigio de los partidos tradicionales (¿les suena?) que han sostenido la vida política del país desde hace décadas. No es un fenómeno repentino ni algo originado por un escándalo concreto, aunque el asunto de los gastos de los parlamentarios en la anterior legislatura tuvo un fuerte impacto.
En el fondo, es una evolución natural de la política británica que se ha hecho más evidente en la última década. En las elecciones de 1951, conservadores y laboristas reunieron casi el 97% de los votos. Durante 20 años, poco cambió. En 1970, eran el 89,5%. La crisis de los 70 tuvo su efecto. En 1979 eran el 80,8%. En 1984, la irrupción de la alianza liberal y socialdemócrata se notó (70%), pero luego se recuperaron.
Y después… 1992: 76,3%. 1997: 73,9%. 2001: 72,4%. 2005: 67,6%. 2010: 65,1%.
No hay ya picos, sino que es una tendencia constante. El reparto casi a la par de ese 65% les deja a ambos sin ninguna posibilidad de llegar a la mayoría absoluta.
El sistema electoral mayoritario y la elección directa de un diputado en cada circunscripción (una especie de remedio mágico para políticos ventajistas o politólogos despistados) ya no son ningún bálsamo con el que arreglar los problemas de representación en la democracia. Los votantes británicos no creen que las élites políticas cuiden de otros intereses que no sean los suyos. El descrédito del establishment alcanza a la industria financiera (crisis de 2008) y los medios de comunicación (escándalo de las escuchas del News of the World y descenso galopante de la difusión de la prensa). Los escoceses están hartos de Londres. La clase media inglesa cree que hay demasiados inmigrantes, y si son europeos les da igual, y acaricia la idea de abandonar la UE. La economía se recupera pero eso no parece beneficiar a los dos partidos en el poder.
En el rechazo a las líneas maestras que han marcado la política británica desde la Segunda Guerra Mundial (con los cambios posteriores añadidos por Thatcher y Blair), los habitantes del Reino Unido se parecen un poco más al resto de los europeos. Frente a los que piensan que un resultado electoral haría al país ingobernable, se va imponiendo la idea de que la ‘gobernabilidad’ es un concepto sobrevalorado. Los políticos ya no son gente bien vista en Gran Bretaña.