Seymour Hersh es uno de los más grandes periodistas de investigación norteamericanos. Es prácticamente una leyenda que sigue trabajando con 78 años. También tiene su genio y un convencimiento contrastado con hechos a lo largo de décadas: el Gobierno siempre miente u oculta la verdad (o ambas cosas) en asuntos de seguridad nacional. Está en su naturaleza.
Hersh se mueve en un mundo en el que las fuentes no suelen aceptar ser identificadas ni para decir buenos días, incluso cuando han pasado años desde que abandonaron las Fuerzas Armadas o los servicios de inteligencia. La credibilidad de un reportero siempre se pone a prueba en este tipo de artículos. La abundancia de fuentes anónimas hace que el lector tenga que fiarse de la confianza que le genera tanto el autor como el medio en que se publica su trabajo. Algunas dosis de escepticismo sobre las revelaciones más impactantes son siempre recomendables.
Sus dos últimos reportajes largos no han aparecido en The New Yorker, sino en London Review of Books. En el anterior, afirmaba que los grupos insurgentes sirios estaban en condiciones de realizar ataques con sarín, mientras EEUU acusaba al Gobierno sirio de ser el responsable de un ataque con armas químicas en el verano de 2013. El artículo pasó bastante desapercibido y fue refutado en algunos medios. Luego se supo que The New Yorker no había querido publicarlo y que The Washington Post tampoco quiso hacerlo. Poco tiempo después, Hersh publicó otro artículo para acusar directamente al Gobierno turco de estar detrás de ese ataque con el fin de hacer aparecer a Asad como responsable.
El último reportaje es sin duda aún más espectacular. Hersh cuenta que es completamente falsa la versión oficial sobre la operación en la que se eliminó a Osama bin Laden. Afirma que el líder de Al Qaeda era un prisionero de ISI (los servicios de inteligencia paquistaníes) en Abbottabad, Pakistán desde 2006, con el visto bueno de Arabia Saudí. Tanto el jefe del ISI como el del Ejército paquistaní estaban implicados en la operación y facilitaron el apoyo necesario para que los SEAL asesinaran a Bin Laden. Washington supo de su presencia en Pakistán gracias a la información facilitada por un ex alto cargo de ISI, que ahora reside protegido en EEUU.
Todas estas revelaciones provienen de una sola fuente anónima. Hersh sostiene que otras fuentes, también anónimas y un ex jefe del espionaje paquistaní en los años 90, han corroborado algunos elementos de ese relato.
Lo que han convertido en sólidos y casi irrefutables muchos de los antiguos trabajos de Hersh (My Lai, Abú Ghraib, las guerras secretas de la CIA en Oriente Medio y Asia Central…) no es sólo la información obtenida de fuentes que cuestionaban la historia oficial que nos habían ofrecido, las declaraciones de gente que sí se identificaba y documentos oficiales que confirmaban algunas de esas revelaciones. Toda la estructura de esos reportajes era sólida en la medida de que quedaban claros los por qué. Y eso es lo que falta en esta historia sobre Bin Laden o sencillamente aparecen descritos en términos imposibles de creer.
EEUU tenía aparentemente la connivencia de los dos hombres más poderosos de Pakistán, un aliado con el que las relaciones han sido tormentosas desde 2001. Norteamericanos y paquistaníes tenían intereses y prioridades diferentes en relación a la guerra de Afganistán. Los altos cargos de ISI no estaban dispuestos a entregar a EEUU a los dirigentes talibanes, incluido el mulá Omar, que se refugiaron en Pakistán, y muchos de los insurgentes afganos contaban con la protección del ISI.
Sin embargo, ahora los generales Kayani y Shuja aceptaron colaborar en lo que a todos los efectos suponía una doble humillación para sus fuerzas. En primer lugar, quedaba de manifiesto que Bin Laden había estado escondido durante años en una casa situada a escasa distancia de una gran academia militar y en una ciudad habitada en buena parte por altos mandos del Ejército. En segundo lugar, la operación de los SEAL suponía una violación de la soberanía paquistaní y reducía el prestigio interior de dos fuerzas (los militares y los espías) que se precian de ser las dos únicas instituciones que funcionan en el país, a diferencia de los ineptos gobiernos civiles.
Y todo eso a cambio de unas vagas referencias, nada concretadas, a un permiso norteamericano a Pakistán para que operara sin restricciones en Afganistán, algo que ISI ha hecho con bastante impunidad desde los años 90.
Pakistán no ha tenido nunca problemas en entregar a EEUU a dirigentes de Al Qaeda (un caso muy distinto es el de los talibanes afganos). Y no sólo peces pequeños, sino presas de alto nivel. Ramzi bin al-Shibh fue detenido en Karachi en septiembre de 2002. El más importante, Khalid Sheikh Mohammed, considerado el principal arquitecto del 11S, lo fue en Rawalpindi, otra ciudad con una intensa presencia militar, en marzo de 2003. En ambos casos, la operación fue llevada a cabo por agentes de ISI, con la asistencia de agentes de la CIA.
Uno se pregunta si a EEUU le interesaba capturar vivo a Bin Laden. No habría sido un problema. Si los paquistaníes lo tenían detenido, siempre podían haber entregado un cadáver, del que luego no quedaría ni rastro después de hacer las comprobaciones oportunas.
Como siempre que alguien traza una conspiración, hay que preguntarse cuántas personas estaban al tanto de ella. Si el número aumenta demasiado, o incluye gente de bajo nivel como soldados de los que no hay garantías completas de que vayan a guardar el secreto durante años o décadas, es cuando conviene empezar a dudar. Si los expertos que confirmaron la veracidad de algunos de los documentos encontrados en la casa de Abbottabad, que según Hersh sólo eran falsificaciones, también estaban implicados en el sostenimiento de la farsa, incluimos también a gente de la que los servicios de inteligencia no se suele fiar.
Algunos expertos afirman que Al Zauahiri confirmó que algunos de esos documentos eran reales, lo que ya lleva la conspiración demasiado lejos. No puede ser que el número dos de Al Qaeda estuviera metido también en el asunto.
No todo lo que se dijo sobre el asesinato de Bin Laden era cierto, y algunas cosas se desmintieron en cuestión de días. Seguro que hay muchos más secretos que aún no conocemos. El Gobierno de EEUU no tuvo empacho para justificar la invasión de Irak en crear sus propias teorías de la conspiración, como la historia de los inexistentes contactos en Praga de Mohamed Atta, uno de los autores del 11S, con agentes del espionaje iraquí.
Para cuestionar todo eso no vale con crear una teoría de la conspiración alternativa, por inaudita que parezca. No es que las autoridades norteamericanas no sean capaces de crear algo así. Es que debes tener algo más que una fuente anónima para sostener tu propia versión. También Judith Miller se inventó muchas historias sobre las armas de destrucción masiva iraquíes con ayuda de fuentes anónimas.
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Algunos artículos que critican duramente a Hersh por el reportaje sobre la muerte de Bin Laden en Vox, New York y Quartz. Peter Bergen, que escribió un libro sobre la operación, refuta a Hersh.
Seymour Hersh ha defendido su trabajo en una entrevista en CNN.