La batalla planteada por BDS ha dejado de ser un asunto que capte sólo la atención de minorías muy interesadas por la situación de los palestinos. No es algo que, alejado del apoyo de los gobiernos y de la atención de los medios de comunicación, se encuentre aislado en los márgenes del debate. Como suele ocurrir en estos casos, ha sido el enemigo el que le ha concedido un protagonismo esencial. La derecha israelí, por el momento derrotada en la cuestión iraní en EEUU, lo ha elegido como bandera de movilización, porque además le permite recabar el apoyo de la mayor parte de la oposición a un Gobierno trufado de elementos ultras. Y de los periódicos que no soportan a Netanyahu.
BDS (por sus iniciales en inglés: boycott, divestment, sanctions) representa un movimiento de base contra las políticas de los gobiernos israelíes por la ocupación de los territorios palestinos, pero también defiende los intereses de los palestinos que viven en Israel (a los que allí se llama árabes israelíes) y de los refugiados que viven sobre todo en Oriente Medio desde hace décadas. En su mensaje central, no cuestiona la existencia del Estado de Israel, pero sí en lo que se ha convertido. Cualquier colaboración política, económica y social se considera una complicidad con un régimen tachado de apartheid.
No habría creado tal alarma en Israel si BDS no se hubiera extendido tanto en EEUU, en especial en las universidades, al calor de una evolución de una parte de la sociedad norteamericana que ya no cree que Israel deba ser inmune a las críticas, como piensa la clase política norteamericana. Tampoco habría encontrado tantos apoyos si el proceso de paz no fuera lo que es, un cadáver ambulante sostenido por declaraciones vacías de los gobernantes occidentales. Hay ya pocas dudas cuando Netanyahu anuncia en el momento más dramático de la campaña electoral que le concedió la victoria que bajo su mandato nunca habrá un Estado palestino en Cisjordania y Gaza.
Varios artículos coinciden en que BDS es «el nuevo Irán» en términos propagandísticos para Israel. Con la intención de impedir cualquier acuerdo político que revirtiera la expansión territorial lograda en la guerra de 1967, la OLP fue considerada durante años una «amenaza existencial», no así el problema palestino como tal porque los políticos reconocían que los palestinos nunca podrían derrotar militarmente a Israel. Después, apareció Irán y el fantasma de su arma nuclear recorriendo las declaraciones desde principios de los 90, sin que nunca llegara a hacerse realidad. Ahora es BDS y la retórica está a la altura que se podía esperar.
La diputada del Likud Anat Berko ha montado un grupo de parlamentarios de varios partidos contra BDS. La propuesta palestina, luego retirada, de suspender a Israel en la FIFA ha sido el primer toque de atención en esta legislatura. Berko, una recién llegada a la política, emplea la terminología habitual en su país. Todos los enemigos de Israel son terroristas, incluidos los que nunca han tocado un arma en su vida. Todos son antisemitas:
«Lo considero (en relación a la polémica de la FIFA) nada menos que una extensión de la matanza de atletas israelíes en los JJOO de Munich. Es terrorismo diplomático, pero terrorismo en todo el sentido de la palabra, ya que socava los aspectos más básicos de la existencia de Israel. Es otra forma de decir: ‘Los judíos no pueden existir aquí’. Por lo que a mí respecta, no es otra cosa que un libelo de sangre«.
Y todo eso porque los palestinos acusaban a Israel de vulnerar las normas de la propia FIFA con la inclusión de equipos de las colonias en su Liga o el trato que reciben los futbolistas palestinos.
En los artículos en prensa, no faltan las referencias a los nazis, Hitler y en especial Goebbels para describir la campaña de BDS. Netanyahu no ha tardado en relacionarlo con las ideas antisemitas del pasado. «Los vientos están cambiando, y debemos considerar esto como una de las mayores amenazas estratégicas», ha dicho el presidente, Reuven Rivlin. Tiene razón: los vientos están cambiando.
Sheldon Adelson –el magnate de los casinos y gran amigo de Netanyahu– ha convocado para dentro de unos días una reunión en Las Vegas con todas las organizaciones judías norteamericanas que pueden oponerse a la campaña de BDS en EEUU. Pondrá mucho dinero encima de la mesa, pero el factor económico supera lo que pueda hacer un multimillonario.
Las consecuencias económicas no pueden obviarse. Tras ser acusada de colaborar con la ocupación por su presencia en los asentamientos, la empresa de telecomunicaciones Orange ha anunciado que pretende retirar su marca de Israel, donde opera en una alianza con una empresa local. En Israel tiene 2,7 millones de clientes y un 28% de cuota de mercado. La medida tendrá repercusiones diplomáticas porque el Estado francés cuenta con un 25% de acciones en la compañía.
Netanyahu ha calificado de «miserable» la actitud de la empresa francesa. Pronto se han producido llamadas al boicot en Israel de los productos Orange. El mercado del país es muy pequeño en términos globales, por lo que el boicot cruzado desde ambos lados tendría efectos evidentes. Los números juegan en contra de Israel.
Varios importantes empresarios se reunieron con Netanyahu para advertirle ya en 2013 que mantener el actual statu quo frente a los palestinos terminaría haciendo pagar un duro precio económico al país. «El futuro del país estará en peligro», dijo uno de los asistentes a Haaretz si persiste esa situación. El mundo no aceptará un Estado que en la práctica será binacional, pero en el que un pueblo niegue los derechos políticos al otro. «El mundo no aceptará esto», dijo otro empresario. «Las inversiones extranjeras no vendrán a un Estado como ese. Nadie comprará bienes a ese país».
La actual escalada retórica en Israel no sorprenderá a nadie que la conozca, pero hay algo en lo que no está completamente equivocada. El país está comenzando a perder la guerra de la propaganda. La clase dirigente nunca admitirá que eso ha ocurrido a causa de las políticas de sus gobiernos, de la vulneración de los derechos de los palestinos que viven bajo el control israelí, de las brutales campañas de castigo contra los civiles de Gaza, de la constatación de que los principios de la democracia liberal en Israel no sobrevivirán a la continuación de la ocupación.
La campaña de BDS no es sólo contra políticas concretas de gobiernos, sino también contra aquello en lo que se ha convertido Israel.
A finales de 2014 el Parlamento aprobó la toma en consideración de un proyecto de ley (que el Gobierno actual volverá a impulsar) para castigar con una pena de diez años de prisión a cualquier que lance piedras en una manifestación incluso si no tiene la intención de dañar a nadie, y de 20 años en caso afirmativo. La medida está pensada para los palestinos. Es poco probable que un castigo tan severo se aplique a israelíes, mucho menos a los colonos de los asentamientos que llevan a cabo acciones de castigo contra los habitantes de los pueblos palestinos cercanos.
La discriminación ya no es una consecuencia de la colonización de un territorio extranjero, sino la esencia del ordenamiento jurídico y político israelí. Al final, lo segundo termina siendo una consecuencia inevitable de lo primero.
Foto: protesta contra el ataque israelí a Gaza en el verano de 2014 en Oakland, California. Flickr de Alex Chis.