Los acontecimientos ocurridos en Grecia en el último mes provocarían un terremoto político en cualquier país. Podrían derribar gobiernos, causar una ola de violencia o provocar la aparición de nuevas fuerzas políticas. Podrían. Pero para tener claro qué consecuencias pueden tener, habría que recordar el punto de partida.
Una encuesta difundida el sábado ha desmentido la hipótesis del terremoto. Un 42,5% afirma que votaría a Syriza si se celebraran ahora elecciones, un porcentaje que le daría la mayoría absoluta. Un 73% está a favor de que Grecia continúe en la eurozona (y un 66% de los votantes de Syriza), frente a un 20% que desea la vuelta del dracma. Un 70% apoya el acuerdo pactado con la troika, frente a un 24% que apuesta por la suspensión de pagos y la salida de la eurozona.
Antes que nada, hay que recordar que no conviene sacar muchas conclusiones de una sola encuesta, en Grecia o en otro país. Y también que las encuestas fracasaron al prever el resultado del referéndum. Pero el valor de este sondeo proviene del hecho de que no se diferencia de otras muchas encuestas realizadas antes y después de la campaña del referéndum, tanto en relación al apoyo a Syriza como al deseo de los griegos de continuar en la eurozona.
Los momentos políticos más dramáticos funcionan a veces como un test de Rorschach. Vemos en ellos lo que queremos ver. La decisión de Tsipras de convocar un referéndum en el último momento de las negociaciones con la troika provocó todo tipo de análisis y especulaciones sobre sus intenciones y lo que debería hacer después en función del resultado. Siempre se descartó como alternativa realista lo que Tsipras dijo que iba a hacer y que los votantes entendieron: continuar negociando.
Los acontecimientos posteriores parecieron quitarle la razón, lo que parecía bastante obvio porque él pensaba que el resultado podía influir en la conducta de los gobiernos europeos, y eso era una quimera, teniendo en cuenta la conducta del Gobierno alemán desde el inicio de la crisis de la eurozona.
Al final, Tsipras se vio forzado a aceptar un principio de acuerdo tan malo o peor como el que le presentaban antes del referéndum. En términos políticos, había sufrido una derrota completa que le pasaría factura en su propio país después de que un 61% de los griegos desafiara a la troika con su voto.
Su defensa del acuerdo en el Parlamento no impidió que un número muy significativo de diputados de Syriza votara en contra. Además, tuvo que afrontar la humillación de depender de los votos de Nueva Democracia, Potami y el Pasok para ganar la votación y al mismo tiempo escuchar a los diputados de la derecha decir por ejemplo: «Al final habéis hecho lo que había q hacer, pero tampoco esperéis que os aplaudamos por ello». Otro avisó de que votaban a favor, pero que eso no quería decir que fueran a defender todas y cada una de las medidas punitivas incluidas en el acuerdo.
Tsipras apostó por centrar su defensa no en los hipotéticos méritos (inexistentes) del acuerdo, sino en la imposibilidad de encontrar otra alternativa y en sostener que su Gobierno había llegado hasta el final en su lucha por una vía mejor. Ahí no le faltaba razón. La propia convocatoria del referéndum le respaldaba al haber demostrado que podía poner a la UE en vilo con una sola decisión. En otras palabras, hacer algo que Papandreu no se había atrevido a hacer y que Samarás ni se planteó.
Pero no hizo después lo que suelen hacer los gobiernos: buscar algunas medidas y presentarlas como una gran victoria (excepto la promesa de reestructurar la deuda en el futuro). «Reconozco que el acuerdo es malo, pero todas las alternativas eran peores», dijo el ministro de Economía, Giorgios Stathakis, que también admitió que no había nada en el acuerdo que pudiera servir para aumentar el crecimiento.
Hay que recordar que Rajoy pidió un rescate de la banca española a la UE y lo vendió como si fuera un crédito para comprar un coche y pagarlo en cómodos plazos en inmejorables condiciones.
Las declaraciones de Tsipras y sus ministros no podían responder a un supuesto plan secreto para forzar una situación –la salida de la eurozona– sin asumir la culpabilidad y conseguir que los votantes responsabilizaran a Berlín, la UE o quien fuera. En ese caso, lo que ocurrió en los días posteriores al referéndum hubiera concedido a Tsipras múltiples excusas para dar el paso que los votantes no quieren que se produzca. Y no lo dio.
En la política griega, Alexis Tsipras (el hombre más odiado de Europa, según los grandes medios de comunicación de unos cuantos países) es el último hombre que queda en pie. No lo es ya Samarás, que dimitió en la noche de la consulta, ni los demás dirigentes conservadores. No lo son los dirigentes de Plataforma de Izquierdas, el ala más izquierdista de Syriza, que defienden la salida de la eurozona, una opción rechazada en todos los sondeos desde hace años y nunca prometida en los programas de Syriza. Una alternativa que sería derrotada en las urnas.
Muchos periodistas en Atenas cuentan que la gente con la que hablan no considera culpable directo de la situación actual a Tsipras. Es una prueba circunstancial, pero relevante. Parecen tener claro, y en eso no están muy equivocados, que el Grexit supondría un salto hacia lo desconocido o una opción incluso peor que la actual. Asocian continuar en la UE (es decir, en Europa) con seguir en la eurozona. Piensan que a Grecia le irá mejor dentro del núcleo duro de la UE que solos en una zona en la que su ventaja cualitativa sobre su gran enemigo histórico, Turquía, será siempre eso mismo, la pertenencia a la UE. Seguro que valoran tener en el Gobierno a un político que no les ha mentido, como lo hicieron los anteriores. Les ha vendido una esperanza inalcanzable, pero hubiera sido demasiado bonito creer que todos los terribles problemas por los que han pasado en los últimos años desaparecerían sólo con poner un voto en la urna.
Evidentemente, todo esto puede cambiar en seis meses o un año cuando Grecia siga en el agujero. Tsipras deberá responder a la pregunta de cómo puede un Gobierno radicalmente izquierdista que cuenta con varios ministros marxistas aplicar políticas neoliberales impuestas desde el BCE o el FMI. Esa es una endiablada ecuación que de momento no tiene solución.
Aun así, parece claro que ahora la política griega sólo tiene a Tsipras.