Joe Biden no ha necesitado un año de presidencia para meterse en problemas. Es cierto que le sacó siete millones de votos de diferencia a Donald Trump y que el empate en el Senado le dio en teoría mayoría en ambas cámaras, pero la política norteamericana es una guerra de guerrillas permanente en la que es difícil gestionar las frustraciones. El nivel de escepticismo de los ciudadanos sobre los políticos es alto. En la carrera para mantener motivados a sus votantes, da la impresión de que los demócratas lo tienen más difícil que los republicanos.
Este noviembre de 2021 ha sido la estación intermedia entre las elecciones presidenciales de 2020 y las elecciones legislativas de mitad de mandato del próximo año. La cita electoral de este martes contenía una serie de duelos de menor importancia, pero que los medios de comunicación, ávidos siempre de emociones fuertes, examinarían para comprobar la fortaleza de los demócratas. Los comicios se han celebrado en paralelo a las negociaciones en el Congreso, donde se está dilucidando el éxito o fracaso de la política económica de Biden en forma de un multimillonario paquete de estímulos.
Y por encima de todo esto, estaba la duda de si la popularidad de Biden en los sondeos, que inició en verano una caída sostenida, tendría algún efecto en ls urnas.
Como no había muchas grandes contiendas, los medios eligieron con buen criterio las elecciones a gobernador de Virginia como termómetro de la jornada. Las noticias fueron malas para los demócratas. En el Estado en que Biden ganó por diez puntos de diferencia hace un año, el vencedor fue Glenn Youngkin, un republicano que aparentaba ser trumpista, aunque sin pasarse, con un estilo menos descarnado que el del patriarca del partido. Fue lo bastante hábil como para recabar los votos de los trumpistas más radicales y conseguir al mismo tiempo reducir la ventaja que en principio tenía el demócrata Terry McAuliffe en los suburbios de las zonas urbanas.
Youngkin obtuvo un 50,9% de los votos. McAuliffe, un 48,4%.
La campaña de Youngkin tuvo unas características que dicen mucho sobre qué significa ser republicano en EEUU en estos momentos. Se presentó como un admirador de Trump al principio y mostró un cierto escepticismo sobre la limpieza de las elecciones que concluyeron con la derrota de Trump. Eso le permitía dejar claro a los trumpistas que era uno de ellos. Sin alardes. Youngkin no insistió para que Trump hiciera una visita a Virginia para echarle una mano. No le hubiera beneficiado.
En una campaña bastante igualada, Youngkin encontró la tecla que terminó dándole la ventaja que necesitaba. Empezó a insistir en el peligro que suponía una amenaza inexistente. Se refería a la teoría crítica de la raza, uno de esos campos de batalla adoptados por la derecha de EEUU en las guerras culturales. En los últimos meses, ha formado parte de la dieta habitual de Fox News.
La teoría crítica de la raza es una corriente de pensamiento legal, poco conocida hasta hace unos meses, que procede de los años 70 y que hace hincapié en el racismo estructural en EEUU. Trump dictó un decreto para prohibir que se utilizara en los materiales escolares. Biden la anuló con el argumento de que suponía un ataque a la libertad de expresión.
Más de veinte estados norteamericanos han aprobado leyes para vetar cualquier intento de incluir esas ideas en el currículum escolar. Youngkin prometió que en Virginia nunca se enseñaría si era elegido. Era una apuesta fácil porque en ningún centro escolar de ese Estado se imparten ahora contenidos que tengan que ver con esa teoría.
En realidad, es lo mismo que ofrecer una solución para un problema que no existe, algo que siempre les funciona a los republicanos y que deja a los demócratas sin saber qué responder. En este caso, el objetivo es intimidar a los profesores de historia para que se lo piensen dos veces antes de hablar en sus clases sobre la esclavitud y el racismo en la sociedad norteamericana desde su fundación.
Lo interesante para los republicanos es que con Youngkin tienen un posible manual de campaña que les podría ser muy útil en las elecciones de 2022. Situarse lo bastante cerca de Trump para conservar el apoyo de los adictos a las locuras del expresidente y al mismo tiempo lo bastante lejos como para atraer votantes moderados decepcionados con Biden.
Estos últimos han aumentado de forma significativa en los últimos tres meses. En el comienzo del verano, el nivel de popularidad del presidente comenzó a bajar con la nueva oleada causada por la variante delta. La persistencia de la pandemia pasaba a ser una carga responsabilidad de los demócratas. Afganistán fue el siguiente obstáculo que se le atragantó a Biden, no tanto por la decisión de la retirada, sino por la caótica forma en que se produjo finalmente. La complicada negociación en el Congreso de los grandes estímulos en infraestructuras y otros ámbitos económicos y sociales ha terminado por minar la posición de la Casa Blanca.
El aumento del precio de los combustibles –un asunto siempre sensible en EEUU–, los problemas de suministro de bienes de consumo y el repunte de los precios son otros factores que aumentan el pesimismo en la opinión pública. Más de la mitad de los encuestados temen que la eocnomía empeorará en los próximos doce meses. También culpan a Biden del aumento de la inflación, un asunto que está fuera del control de las medidas políticas a corto plazo.
Gallup da a Biden un 42% de apoyo, la cifra más baja para cualquier presidente en su primer año de mandato desde 1953 con la excepción de Trump (37%). Otras encuestas se mueven en números similares e indican que ha perdido siete u ocho puntos desde agosto. Una mayoría, 52% según Gallup, cree que el Gobierno está intentando hacer demasiadas cosas, es decir, prometiendo gastar demasiados fondos públicos. Quizá sea un reflejo de que la opinión pública vuelve antes del fin de la pandemia a una posición más habitual en el país. O quizá es la consecuencia de una cobertura periodística que incide en la dificultad de que salga adelante un proyecto tan ambicioso con la oposición frontal de los republicanos y la oposición más matizada, pero igualmente firme, de dos senadores demócratas, Manchin y Sinema.
Lo que ha quedado fuera del primer plano han sido algunas de las medidas pendientes de ser aprobadas y que son muy o bastante populares. La Casa Blanca no ha conseguido que el debate se haya centrado en esos puntos.
En los tiempos de la polarización, es muy difícil que los presidentes disfruten de porcentajes muy buenos. La encuesta de Gallup indica que el apoyo a Biden entre los votantes demócratas sigue siendo muy alto (92%) y que es casi nulo entre los republicanos (4%). Lo que ocurre es que es bajo (34%) entre los votantes independientes, prematuramente decepcionados con el presidente. Esos son el tipo de votantes que dieron la victoria al republicano Youngkin en Virginia.
Por todo ello, Biden necesita que el Congreso apruebe cuanto antes esa importante inyección de fondos públicos en la economía, casi con independencia de la cantidad que Manchin y Sinema acepten, y ofrecer así un logro específico y claro de su gestión. Hubo un tiempo en que sólo el hecho de que Trump no estuviera en el Despacho Oval ya era un motivo de inmensa relajación para muchos votantes de EEUU. Evidentemente, tenía que llegar el momento en que Biden demostrara por qué es el presidente, y eso es algo que aún no ha ocurrido.
Porque además lo que no haga en los próximos doce meses, quizá incluso la mitad de ese tiempo, podría quedarse fuera de sus posibilidades después de las elecciones legislativas de noviembre de 2022. Biden debe empezar a correr.