Un Gobierno central que tiene que bregar duro en sus relaciones con los gobiernos regionales en la crisis del coronavirus. Con puntos de vista que no coinciden en cuanto a cómo llevar a cabo el levantamiento progresivo de las restricciones en el mes de mayo. Políticos que se vigilan mutuamente porque cada uno aspira a aumentar su cuota de poder en el partido.
¿España? No (o no sólo España). Alemania.
Angela Merkel, acostumbrada a labrar consensos, ha tenido que emplearse a fondo para mantener la cohesión entre lo que pretende llevar a cabo el Gobierno federal y lo que buscan algunos länder. Sin aspavientos ni gritos, como es habitual en ella. Los estados federados no han perdido sus competencias y cuentan con distintas prioridades. Todos aceptan que es Berlín quien debe llevar la iniciativa.
El problema de Merkel no es tanto el socio de coalición, los socialdemócratas, sino los dirigentes de su partido que presiden gobiernos regionales. Algunos ya están pensando en la futura elección del sucesor de la canciller al frente del partido. Hace una semana, se celebró una videoconferencia de cuatro horas con un intenso debate con los 16 presidentes de los estados. El resultado fue bueno: «Hemos alcanzado un alto nivel de unidad, lo que es casi un milagro para una república federal», dijo Merkel.
Sin embargo, las tensiones permanecen. Hasta cierto punto es inevitable. En mayo, se permitirá la apertura de las tiendas de al menos 800 metros cuadrados de superficie. Merkel hubiera preferido que esa extensión fuera la mitad, pero aceptó esa cifra como solución de compromiso. Armin Laschet, presidente de Renania del Norte, quería más comercios abiertos, incluidas las tiendas de muebles, pero salió perdiendo en la discusión. Se impuso el presidente de Baviera, Markus Söder, partidario de medidas drásticas, lo que fue útil a Merkel.
Los científicos alemanes no están por la labor de flexibilizar demasiado las prohibiciones. Lo mismo ocurre en Francia. Emmanuel Macron ha hecho promesas sobre una relativa vuelta a la normalidad desde el 11 de mayo. El principal consejero científico del Gobierno no lo tiene tan claro. Ha afirmado que el país necesita llegar a 500.000 pruebas semanales de coronavirus para saber hasta dónde llega el nivel de contagios. Ahora realiza 150.000 a la semana. No son suficientes.
En España, las tensiones entre gobiernos, entre Gobierno y oposición, entre lo que decide el Gobierno y lo que le gustaría ver a una población cansada y preocupada por el futuro, son más altas y revelan un agudo desconocimiento sobre lo que la ciencia sabe y puede hacer ante el coronavirus. El PP quiere saber ya qué zonas de España y de qué manera saldrán del confinamiento, dos semanas antes de que concluya. «Francia, Italia y Alemania tienen un calendario claro. Nosotros no», dijo Cuca Gamarra, diputada del PP. Es falso, porque las dudas están por encima de las certidumbres (en Alemania, está más claro, pero en Italia y Francia aún hay dudas muy razonables). Sirve para inculcar a la gente la idea de que está encerrada en su casa por culpa del Gobierno, no de cierta enfermedad de la que se ha hablado mucho en las últimas semanas.
«Si usted quiere que le diga la verdad, no le voy a responder a preguntas que en estos momentos no tienen respuesta», respondió el ministro Salvador Illa a otro diputado.
Esa cautela tiene ya pocas salidas en el sistema político español, como se pudo apreciar en el debate de la prórroga del estado de alarma en el Congreso. Una parte de la oposición ha decidido que esto se tiene que acabar cuanto antes con independencia de lo que digan los científicos. Hay otra, como la que representa Pablo Casado, obsesionada con hacer responsable a Sánchez de todas y cada una de las muertes.
A Casado le encanta hacer comparaciones con el número de fallecidos por el coronavirus. «Ya han muerto más españoles que en el desembarco de Normandía». «Ha habido días con más víctimas que cinco atentados del 11M». No sería extraño que en futuras sesiones parlamentarias compare a Sánchez con Hitler o Bin Laden. Juega con los números y al mismo tiempo exige minutos de silencio, corbatas negras o banderas con crespón negro, elementos de probado valor terapéutico en una epidemia.
En la sesión, hubo una diputada del PP –Ana Beltrán– que superó a su líder en términos de curanderismo y otras habilidades mágicas. «Como sé que usted lee mis whatsapps, sabrá que yo le llamo el ministro de la censura», dijo al ministro de Interior. Eso sí que sería una noticia como para desafiar el confinamiento y salir disparado hacia un juzgado de guardia. Lástima para Beltrán que un mensaje en WhatsApp esté cifrado de extremo a extremo. Ella no sabe lo que significa cifrado y no está claro que sepa lo que es WhatsApp.
Era un día muy loco. Hasta el siempre mesurado Aitor Esteban se lanzó a pronunciar unas palabras difíciles de entender. «Hay intransigencia de los expertos médicos, que no quieren pillarse ni un meñique», dijo. Después de 21.000 muertos, parece lógico que los científicos anden con cuidado. Nadie quiere ser responsable de otras 21.000 víctimas si el confinamiento se levanta demasiado rápido.
Todo eso puede cambiar. Es muy posible que los que exigían al Gobierno las salidas de los niños a la calle o saber ya cómo se volverá a la normalidad sean los mismos que criticarán al Gobierno por dejar salir a los niños o por decretar la vuelta a la vida cotidiana si las cosas vienen mal dadas.
Es cierto que a un Gobierno sin mayoría absoluta en el Parlamento, a corto plazo le hace más daño la presión política que la de los expertos. Como ejemplo, podemos tomar lo ocurrido con el tema de salida de los niños a la calle. Pedro Sánchez se equivocó al anunciar el sábado una noticia que no estaba cerrada y que no entusiasmaba mucho al comité de asesores técnicos. Las discusiones internas propiciaron una confusa rueda de prensa de la portavoz del Gobierno. Finalmente, la presión fue demasiado fuerte y se decidió hacer un anuncio que estaba reservado para el fin de semana. No iba a entrar en vigor antes, pero dio la imagen de un Gobierno que parece haber llegado al límite de su resistencia. Como los ciudadanos.
¡Test masivos!, claman todos los políticos para abrir cuanto antes las puertas. Ojalá. No van a ser posibles porque se pidan más veces y en voz más alta, como si el que habla tuviera en sus manos una solución mágica e inmediata que los demás se niegan a ver. La realidad científica es que la mayoría de los test rápidos de antígenos y anticuerpos comprados por unos gobiernos desesperados no ofrece la fiabilidad necesaria. Si el futuro depende de ellos, habrá que echarle mucha paciencia, esa que ya se va acabando.
El virólogo Andrea Crisanti es uno de los científicos más conocidos en Italia, sobre todo porque su estrategia en el Véneto impidió que esta región sufriera las mismas consecuencias que Lombardía. En una entrevista en El Confidencial, le preguntan qué le parece la idea, tan extendida en España, de que esto se soluciona haciendo millones de test serológicos y pasaportes de inmunidad: «Eso es una estupidez sin precedentes. No lo aconsejamos. Ni siquiera sabemos si la respuesta inmunitaria protege contra el virus. Es absurdo hacer planes sobre algo así».
Crisanti sabe mucho sobre el coronavirus, pero también es consciente de lo que la ciencia no sabe aún: «El virus no ha desaparecido. Si no se mantienen medidas de contención para sostener la caída de los contagios, es como si no hubiésemos hecho nada. Volver a abrir el país es una auténtica locura».
Al final, son los políticos los que tienen que tomar esa decisión, porque son los legitimados para hacerlo. Pero si la presión popular o de otros partidos es más efectiva que la de los científicos, las consecuencias pueden ser terribles. El director general de la OMS dice que es comprensible que las personas quieran seguir con sus vidas, pero «el mundo no puede volver a ser como era». Al menos, mientras no exista una vacuna, que no aparecerá de forma milagrosa este año.
Una encuesta de Metroscopia dice que los españoles están empatados ante la pregunta de si confían en los expertos que asesoran al Gobierno de Sánchez (46%-45%). La igualdad se produce porque el 71% de los votantes de partidos de derecha suspende su labor. Hay que deducir que se fían más de sus dirigentes políticos que de esos científicos.
Si alguien cree que se podrá salir de la pandemia sin la ciencia –incluidas sus dudas, su lento proceso de investigación y a veces también sus errores– debería ponerse ya mismo tres mascarillas en la cara y empezar a redactar su testamento.