Veintitrés millones de personas necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir en Afganistán, según cifras del Programa Mundial de Alimentos, una agencia de la ONU. La población del país es de 39 millones. Hasta la victoria talibán, el país recibía ayudas anuales por valor de 8.500 millones de dólares al año, equivalentes al 43% del PIB. Esos fondos servían para mantener el 75% del gasto público y el 90% del gasto en defensa y seguridad. Veinte años después de la creación del nuevo Estado afgano, el país vivía de la asistencia económica internacional, fundamentalmente de EEUU y de las grandes instituciones internacionales.
Después de que los talibanes se hayan hecho con el poder, la situación económica ha empeorado. Aquellos más afortunados, los que tienen un empleo en la Administración como médicos o profesores, en su mayoría no han recibido su salario en los últimos tres meses. La ONU no descarta que en 2022 el país sufra una hambruna de proporciones masivas.
Por tanto, la misma existencia de ese Estado se debía a esa ayuda. No al resultado de las elecciones, no a su capacidad de proteger la seguridad de los ciudadanos. Su única legitimidad provenía del hecho de que la alternativa era peor. Era como un enfermo sostenido con vida de manera artificial.
Políticamente, el balance era aun más desolador, lo que ayuda a entender por qué el Gobierno y el Ejército se desplomaron hasta desvanecerse en las dos primeras semanas de agosto. Las últimas dos elecciones presidenciales habían quedado manchadas por el fraude en las urnas y la baja participación electoral. La corrupción se había extendido por todas las fuerzas policiales y la mayor parte del Ejército. La clase política saqueaba sin pudor los fondos que llegaban a las instituciones. Las mansiones de los caudillos regionales en Afganistán y sus cuentas corrientes en los bancos de Dubai no dejaban lugar a dudas.
Estas conclusiones podían haberse escrito en cualquier año de la última década. De hecho, se escribieron y por ejemplo aparecieron en los informes anuales de la oficina del Pentágono dedicada a examinar los avances en la «reconstrucción» de ese país.
La intervención militar occidental en Afganistán se cerró con un fracaso completo, tan absoluto que plantea serias dudas sobre si se podría repetir otra vez. Si el legado de Vietnam acompañó a la política norteamericana durante casi veinte años, y supuestamente fue neutralizado con la victoria fulgurante en la Guerra del Golfo en 1991, cabe pensar que cualquier otro proyecto de reconstrucción nacional después de una invasión quedará marcado por la sospecha de que se produzca otro Afganistán.
Pocos días después de la caída de Kabul, Anne Applebaum escribió un artículo para lamentar la falta de decisión del mundo occidental en defensa de la libertad. No se refería a una confrontación ideológica, sino a una batalla real, la que se lleva a cabo con armas. Se quejaba de que se hubiera extendido el concepto de que «no es posible una solución militar» en tantas declaraciones públicas sobre guerras como la de Afganistán, pero no sólo en ese país. En definitiva, se burlaba de esos expertos en solución de conflictos o altos cargos de la ONU o la UE que buscan negociaciones políticas que den lugar a acuerdos duraderos.
Frente a esa idea, Applebaum escribió que las guerras acaban en muchas ocasiones con una solución militar. En una guerra, a veces gana alguien que está dispuesto a luchar hasta el final. «Los extremistas violentos, en contra de la imagen más extendida, pueden ser bastante racionales: pueden calcular de forma exacta qué necesitan para ganar una batalla, que es precisamente lo que los talibanes han hecho en Afganistán. Existía una solución militar, y ese grupo ha estado esperando durante mucho tiempo para lograrla».
No es una sorpresa que la escritora defienda eso que se ha llamado «intervencionismo liberal». Cree que en el mundo occidental ha perdido las ganas de luchar al apreciar que la opinión pública de EEUU no quiere saber nada de las «guerras interminables» veinte años después del 11S. «Porque a veces sólo las armas pueden impedir que los extremistas violentos tomen el poder».
¿Se puede llevar la guerra a todos los países del mundo en los que existan extremistas dispuestos a combatir hasta el fin de los tiempos para hacerse con el control del país? Parece una opción poco viable, porque por mucho que las élites políticas, periodísticas y académicas compartan una estrategia básica de carácter intervencionista, al final en países democráticos necesitan que exista un consenso básico compartido por la mayor parte de la opinión pública.
Es sabido que una guerra contra un movimiento insurgente carece de futuro si el Ejército extranjero implicado no cuenta con un fuerte aliado local. Eso es un hecho en términos militares y políticos. Cuando EEUU y sus aliados tenían 100.000 soldados en el país, no debían preocuparse mucho por la entidad del Ejército afgano, aunque eso ya suponía un pésimo augurio para el futuro. Posteriormente, los occidentales redujeron al mínimo su presencia militar y dejaron a las fuerzas locales el peso de la guerra contra los talibanes. Policías y soldados afganos pagaron un precio altísimo –con más de 60.000 muertes en veinte años– sin que eso les sirviera para derrotar al enemigo.
Políticamente, ese aliado local debía dar legitimidad a la presencia extranjera. Pero cuando el presupuesto del país depende de la ayuda económica exterior en un porcentaje altísimo, resulta difícil descartar la idea de que el Gobierno es una ficción que no se corresponde con la realidad sobre el terreno.
Anand Gopal es un periodista de The New Yorker que pasó años en Afganistán. No sólo en Kabul, sino en las zonas rurales donde la huella que dejaba el Gobierno era muy escasa o incluso negativa, porque estaba representada por caudillos locales enfrentados a algunas de las tribus o simplemente corruptos. «En el campo, la gente afronta una situación muy diferente (a la de las zonas urbanas)», dijo Gopal en una entrevista. «Se enfrentan a la guerra. Les pueden matar con ataques aéreos, con bombas ocultas en la carretera o lo que sea, y lo más importante para ellos es la seguridad por encima de cualquier otra cosa. Afganistán ha estado en guerra civil durante cuarenta años».
Gopal habla correctamente de guerra civil, un concepto que molestaba a los habitantes de Kabul para los que la idea de un regreso de los talibanes al poder suponía una pesadilla. Los talibanes representan una versión fundamentalista y cruel del nacionalismo pastún que era fácil de entender, o incluso asumir, para los afganos del sur y este del país. En la práctica, los talibanes estaban coaligados, desde una posición de clara superioridad, con muchas tribus enfrentadas al Gobierno central.
El sistema político afgano fue incapaz durante veinte años de armar un frente político que defendiera esa idea en esas zonas sin incluir el fanatismo de los insurgentes. Sin embargo, es muy complicado ser creíble en esa posición política si el Gobierno nunca deja de ser un inválido que no puede funcionar sin la ayuda occidental. En una comunidad a la que la historia concede un gran sentimiento de orgullo por su capacidad para hacer frente a invasiones, ¿cuál es tu legitimidad si tu posición es insostenible sin las tropas extranjeras?
Si, en la línea de Applebaum, consideras que los talibanes representan el mal absoluto –y esa es una posición fácil de aceptar para un ciudadano europeo o norteamericano–, entonces no hay soluciones políticas aceptables. El mal se erradica y cuanto antes, mejor. En ese momento, has tomado partido por uno de los bandos en liza. Por eso, la Administración de George Bush se negó a aceptar la posibilidad de integrar a los talibanes, o a muchos de ellos, en el nuevo Estado afgano que nació a finales de 2001.
Por la misma razón, la Administración de Barack Obama nunca llegó a implicarse con determinación en la vía de negociaciones que se abrió en su segundo mandato. El riesgo político era demasiado alto. En primer lugar, se había apostado por la escalada militar en el comienzo del primer mandato. Luego, al comprobarse que no servía para ganar la guerra, se decidió que era el momento de la ‘afganización’ del conflicto bélico y que fueran los militares afganos los que llevaran el peso de los combates. Tampoco funcionó.
La negociación que sí afrontó la Administración de Donald Trump sólo era una pantalla para justificar la retirada militar. Eso era compatible con un aumento del número de bombas y misiles empleados por los militares en la guerra contra los talibanes. En 2018 y 2019, se superaron las cifras de todos los años anteriores desde 2001 sin que eso cambiara el balance de la guerra.
Cuando Joe Biden llegó a la Casa Blanca, sólo le quedaba la opción de aprobar otra escalada militar con el envío masivo de tropas –él ya se había opuesto sin éxito a la aprobada en 2009– o evacuar a todas las tropas. Las opciones intermedias habían perdido todo su valor.
Con el paso de los años, los gobiernos occidentales ya no podían justificar la presencia militar por la amenaza de Al Qaeda. Otros motivos fueron ocupando las declaraciones públicas –lo que también se puede llamar propaganda oficial– y uno de los más efectivos fue la protección de los derechos de las mujeres y de las minorías. Nadie quería que el país volviera a los años del anterior Gobierno talibán con el que las mujeres no podían trabajar, sólo podían salir de casa acompañadas por un familiar masculino o las niñas no tenían derecho a la educación.
La defensa de esos objetivos nobles ignoraba por completo la realidad social y cultural de Afganistán. La sorpresa fue general en EEUU y Europa cuando una asamblea de la comunidad hazara, uno de esos grupos minoritarios a los que había que proteger de los talibanes, aprobó un código civil que restringía la capacidad de las mujeres hasta niveles que hubieran satisfecho a los fundamentalistas. Esa ley recibió el visto bueno del Parlamento afgano. Los gobiernos presionaron a Karzai para que anulara esa ley u obligara a los diputados a eliminarla. No iba a conseguir los votos necesarios para obtener ese resultado, por lo que optó por el paso habitual cuando no se quiere afrontar un problema. La ley existiría, pero no se llegaría a aplicar. Los donantes internacionales se dieron por satisfechos. Era mejor mirar a otro lado e ignorar que no existía apoyo mayoritario para la aprobación de leyes similares a las de Occidente.
El colonialismo cultural por una buena causa sigue siendo colonialismo. Afganistán no es el primer país del Tercer Mundo en el que las ideas reaccionarias aumentan su apoyo si son defendidas por los mismos que luchan contra una ocupación extranjera.
«Las encuestas nacionales sugieren que el islam y la resistencia contra la ocupación inspiraban a los talibanes», escribe Carter Malkasian en el libro ‘The American War in Afghanistan: A History’. «La encuesta anual de la Asia Foundation de 2009, considerada el estudio más riguroso sobre Afganistán, descubrió que un sorprendente 56% de los afganos admitía su simpatía por los talibanes. Aunque esa cifra cayó al 40% al año siguiente, era desoladoramente alta, superando el 50% en el sur y zonas del este del país. Entre los encuestados con mayor apoyo a los talibanes, casi la mitad decía que opinaban así porque los talibanes eran afganos o musulmanes. Los pastunes y otros afganos que vivían en zonas rurales mostraban mucha más simpatía por los talibanes que los que vivían en las ciudades».
La modernización impuesta por la fuerza de las armas –no hay forma mejor de describir estos veinte años– tenía poco futuro. La invasión concedió una gran oportunidad para introducir el siglo XXI en el país sin que las fuerzas extranjeras tuvieran un gran conocimiento de la realidad anterior. Todo consistía en levantar desde cero un sistema de justicia lo más parecido posible al existente en EEUU. Lo que ocurrió fue que los tribunales se vieron contaminados por la corrupción. Resultaba imposible conseguir que se hiciera justicia sin haber sobornado antes a los funcionarios de los tribunales.
Ante esa disyuntiva, el sistema tradicional de justicia basado en la sharia nunca perdió su atractivo entre los sectores tradicionales de la sociedad, que eran claramente mayoritarios en las zonas rurales y las ciudades pequeñas. A los ojos de cualquier occidental, eso no es justicia, pero para muchos afganos era la única manera de dilucidar los conflictos que se producían en su sociedad, o la parte de la sociedad que ellos conocían.
Para apreciar hasta qué punto la apuesta por la guerra hizo imposible un Afganistán diferente y permitió en última instancia el regreso de los talibanes al poder, nada mejor que leer el artículo con el que Barnett Rubin resume veinte años de intervención occidental en el país. Rubin conoce Afganistán desde los años 80 y asesoró tanto a los enviados especiales de la ONU como al Departamento de Estado de EEUU. En este último puesto en la Administración de Obama, fue una voz solitaria en favor de una solución política que hubiera sido viable si se hubiera afrontado al principio de la ocupación.
Para Rubin, el fracaso comenzó el 6 diciembre de 2001, un día después de que se firmara el acuerdo de Bonn, la primera conferencia internacional sobre el futuro del país. El secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, rechazó ese día cualquier idea sobre la posibilidad de un acuerdo político entre el nuevo presidente, Hamid Karzai, y lo que quedaba del liderazgo talibán refugiado entonces en Kandahar, la mayor ciudad del sur del país. Los talibanes habían aceptado reconocer el liderazgo de Karzai a cambio de una amnistía que permitiera a su máximo dirigente, el mulá Omar, seguir viviendo en Kandahar.
«Esto les hubiera permitido participar en el proceso puesto en marcha por el acuerdo de Bonn para establecer un Gobierno permanente –escribe Rubin–. En vez de ser enviados a Guantánamo o a algunos de los conocidos cementerios afganos, podrían haber participado en proporción a su auténticos número e influencia, pequeña, pero real, en la redacción y aplicación de la Constitución».
Rumsfeld respondió que no habría solución negociada. Con distintos matices, esa posición se mantuvo con la Administración de Obama al ordenarse la escalada militar de 2009. Es cierto que en ese momento ya se hablaba de algún tipo de negociación, pero nunca se apostó por ella hasta que EEUU y sus aliados afganos estuvieran en «una posición de fuerza».
Rubin recuerda que las autoridades norteamericanas calculaban que el gasto militar y de seguridad de Afganistán debía estar en torno a los 4.000 millones de dólares anuales. Eso suponía gastar en torno al 20% del PIB del país, que llegó a su punto más alto en 2013 con más de 20.000 millones de dólares. Si bien un país en guerra dedica un alto porcentaje de su riqueza al gasto militar, esa era una cifra totalmente insostenible. Es como si España se gastara en seguridad 300.000 millones al año (el presupuesto de Defensa supera los 10.000 millones de euros y el de Interior es de 9.000 millones).
Lo que hubiera sido posible a partir de 2002 por estar los talibanes en una posición de manifiesta debilidad, resultaba mucho más difícil una década después cuando los insurgentes controlaban amplias zonas rurales del país de donde ya no iban a ser expulsados. Y cuando lo era, a causa de una ofensiva militar, no pasaba mucho tiempo hasta su vuelta, porque el Gobierno afgano era incapaz de imponer su autoridad durante mucho tiempo.
La idea de que la democracia y el respeto a los derechos humanos llegarán fundamentalmente por la imposición de la fuerza a través de soluciones militares ha quedado enterrada en Afganistán. Ni siquiera la mayor maquinaria militar del planeta lo ha conseguido.