El discurso del miedo sufrió un duro golpe en las elecciones del domingo. Esperanza Aguirre lo había apostado todo en la campaña electoral al comodín más seguro ante el electorado madrileño. Cuando un partido lleva tiempo consiguiendo cerca del 50% de los votos, tiene muy idea clara sobre lo que preocupa y atemoriza a la gente. En el duelo ante Manuela Carmena ante las cámaras de Telemadrid, se olvidó del fantasma venezolano, por el que tanto habían apostado El Mundo y ABC, y recurrió a los clásicos populares: ETA, los violentos, el hombre del saco de la Cultura de la Transición.
No había funcionado ante Zapatero en las elecciones de 2008, pero ya sabemos que los políticos tienen una memoria selectiva. Si su remedio mágico no funciona alguna vez, la culpa es de los votantes, ciegos y sordos ante la realidad, su realidad. Así que aplicó la fórmula con su estilo agresivo de costumbre. Transporte público, urbanismo, recogida de basuras, vivienda, tráfico… todas esas competencias de un Ayuntamiento eran sólo minucias. Había que evitar que los amigos de los violentos se hicieran con el control de la capital de España.
Y de repente, se hizo el vacío bajo sus pies. Ganó las elecciones por una diferencia mínima que se traducía en sólo un concejal más y perdió una carretada de votos. La humillación definitiva de la arrogante y despiadada líder del PP madrileño. La jubilación anticipada, la muerte política de alguien acostumbrado a mandar.
Pero como los monstruos de las mejores películas de serie B, Aguirre reapareció después del presunto desenlace final. Herida mortalmente, aún tenía fuerzas para una última aparición, tan espeluznante como la anterior. Los periodistas sólo esperaban el cortejo fúnebre y se acercaron en manada a la rueda de prensa en la que podía confirmarse el óbito. Las plañideras (es decir, tertulianos) ensayaban los lamentos desgarrados.
De entre la oscuridad, apareció, no el ataúd, sino el Monstruo. Con menos aura negra que de costumbre. Disparando sus últimas balas. Ofreciendo entregar la alcaldía de Madrid al rival al que ridiculizó y despreció en campaña. Inmolándose con el cinturón de explosivos adosados al cuerpo. La Juana de Arco de la democracia liberal ardía en la pira para prestar su último servicio. ¿A quién? «Quiero evitar que Madrid sea un trampolín para cambiar en noviembre nuestro sistema de civilización».
Pero no era una ópera lo que interpretaba, sino una zarzuela cómica escrita por un dipsómano en estado de pánico y acuciado por la premura y el bajo presupuesto. Demostró su falta de principios (al afirmar que estaba dispuesta a suscribir el programa de su enemigo de siempre), su desesperación (exigiendo una refundación del PP controlada por ella y que acabaría con ella en la cúpula como de costumbre) y su ignorancia (al desconocer que el PSOE necesita a Podemos y otras candidaturas de izquierda para tocar poder en otras comunidades autónomas).
Como ocurre en muchas películas, no era necesario que fuera el protagonista el que asestara el golpe final que acabara con el Monstruo. Podía ser un personaje inesperado. Fue una compañera de partido, probable futura presidenta de la Comunidad, la que le propinó el golpe de espada que lo partió en dos. «A mí no me gustan los frentes antis. No me gusta que hagan un frente antiPP, ni me gusta un frente antinada en general», dijo Cristina Cifuentes.
El Monstruo se precipitó en el abismo, ahora sí, herido de muerte, y cayó sobre un océano de lava. Ahora sí, aparecieron los títulos de crédito y se encendieron las luces.
Al salir del cine, los espectadores coincidían en sus comentarios: «Me gustó más la primera». Es lo que tienen las secuelas en el cine de serie B.