Al final, la imagen que valía era la de la plaza Syntagma llena en el último mitin de Syriza. Lo demás era secundario. Los sondeos afirmaban que los dos principales partidos estaban empatados y que el sprint final sería decisivo a causa de la prima de 50 escaños para el partido más votado. Los periódicos griegos destacaban que el líder de Nueva Democracia, Vangelis Meimarakis, era una de las pocas sorpresas de la campaña. De repente, un líder casi accidental de la derecha, un tipo no demasiado brillante, diputado desde 1989, aparecía como alguien nuevo que podía poner fin a nueve meses de confusión. Las crónicas hablaban del desencanto en las filas de Syriza, de la resignación de la mayoría de los votantes en la segunda convocatoria electoral este año ante la seguridad de que el resultado electoral era irrelevante. En el extranjero, se anotó que Varufakis había pedido el voto para Unidad Popular, los disidentes de Syriza, y el que el dirigente más sexy de la nueva izquierda europea diera ese paso tendría que tener consecuencias.
Una vez más, todo el mundo proyectó sobre los griegos su idea de lo que los griegos deberían hacer. No es la primera vez que no siguen el consejo.
El desencanto era real en el electorado. La participación ha estado en torno al 56%, muy por debajo del 63,6% de enero. Eso no quiere decir que los votantes quisieran que los algo más de siete meses de Gobierno de Syriza fueran un paréntesis antes de regresar al mismo sistema político griego que les llevó a la actual situación. No parece que quieran más Meimarakis.
No es extraño que si se repiten las elecciones en un país en menos de un año el resultado no sea muy diferente. Pero hay que recordar lo ocurrido en Grecia en 2015. Unas negociaciones dramáticas con la eurozona, un referéndum, la firma de un tercer rescate con más sacrificios sobre una economía destrozada por la crisis, y la escisión del partido en el poder. Después de todos esos acontecimientos, Syriza ha obtenido el 35,5% de los votos, sólo ocho décimas menos que en enero, y un número de escaños que le permite revalidar el Gobierno de coalición con Anel. Nada de gobiernos de gran coalición ni pactos con el Pasok o Potami.
En el camino ha quedado Unidad Popular y su proyecto de abandonar la eurozona. Sólo puede sorprender a los que negaban la realidad. El Gobierno de Syriza nunca tuvo un mandato popular para salir de la eurozona. No planteó en esos términos el referéndum, y por tanto el abrumador resultado de la consulta no podía interpretarse como un llamamiento para huir de la UE, a pesar de todas las penurias económicas sufridas por mandato de Bruselas.
Fuera de Grecia, por ejemplo en España, la firma del tercer rescate se interpretó por muchos como una traición. Desde luego que no fue una decisión que vaya a beneficiar a Grecia ni lo que había prometido Syriza antes de ganar las elecciones de enero. Cabía la duda de cómo responderían sus votantes a tal decepción. Ya lo sabemos. Por muy enfurecidos o desalentados que estén, prefieren que sea Syriza la que se ocupe de gobernar el país los próximos cuatro años a que lo hagan Nueva Democracia o el Pasok. Los comentaristas liberales que creían estar presenciando el fin de Syriza y el momento en que Grecia volviera a ser un país ‘normal’ a ojos de Bruselas han quedado decepcionados.
En épocas de emergencia nacional, los electorados tienden a confiar, a veces en exceso, en los líderes antes que en los partidos. Tsipras se había convertido en el único líder nacional de peso por incomparecencia del resto, y en ese sentido el resultado de las elecciones del domingo no es tan sorprendente.
La salida de la eurozona estaba en los planes de Schäuble, pero no en los de los griegos. Para entenderlo, hay que ir más allá de la crisis económica europea y pensar en la historia de Grecia y en su posición estratégica ante su gran rival, que no es otro que Turquía. Ni las élites ni el pueblo han dado muestras nunca de querer que el país se enfrente solo a su vecino. Todos pensamos en Atenas y Pericles cuando nos referimos a la historia antigua del país, pero los griegos tienen en mente una referencia histórica más reciente. Saben muy bien que el Estado moderno griego tuvo que esperar para existir a comienzos del XIX tras siglos de dominación otomana. Y en esa guerra contra los turcos, Grecia contó con la ayuda de otros imperios europeos.
En la época contemporánea, Grecia ha tenido claro que no puede estar sola. Su pertenencia a la UE le da una ventaja cualitativa sobre Turquía. Por la misma razón, los dirigentes de Syriza no han mostrado ningún interés en abandonar la OTAN. Les vale con mejorar sus relaciones con Rusia para mantener el equilibrio necesario. Grecia se ve como un país pequeño ante un gigante asiático en el que no puede confiar, y es seguro que la última deriva autoritaria y nacionalista de Erdogan confirma sus temores.
Esa es la premisa histórica bajo la que se mueve cualquier gobernante griego, aún más en el caso de Tsipras, que se ve obligado a asumir la gestión de un Estado en bancarrota. Quizá esta vez se decida con la legislatura por delante a afrontar el problema del fraude fiscal, que se concentra en las clases de profesionales autónomos. Según un estudio reciente, los ingresos reales de los autónomos griegos (abogados, médicos, arquitectos y otras profesiones) es entre un 75% y un 84% superior al que declaran a Hacienda. Eso es un problema grave en un país en el que la tercera parte de los contribuyentes trabaja de autónomos. El alto número de parlamentarios que tienen esas mismas profesiones no ha facilitado que los gobiernos se decidieran a poner coto a ese fraude institucionalizado. Sobre eso, Syriza no ha hecho mucho este año, y es una de las tareas más urgentes que tiene sobre la mesa.
Por este y otros muchos problemas, la posición de Tsipras no es nada atractiva. En uno o dos años es posible que pase a ser otro de los políticos que acabó con la paciencia de los griegos. Hasta entonces, él es la única esperanza de su país.