Los más jóvenes no lo recordarán, pero hubo un tiempo en que Alfonso Guerra gastaba fama de tener la lengua más viperina y sarcástica de la clase política. En una época en que casi todo el mundo tenía mucho cuidado con lo que decía, el número dos del PSOE disfrutaba repartiendo mandobles y hachazos a izquierda y derecha. Todo el mundo quería ser respetable y Guerra parecía el único que se divertía en política diciendo lo que le pasaba por la cabeza. Una especie de Monedero, pero sin programa de televisión.
De esa época, se recuerda casi siempre las palabras que dedicó a Adolfo Suárez en una ocasión. Le llamó «tahúr del Mississipi con su chaleco y su reloj», y no veas la que se armó. Lo gracioso es que Guerra lo clavó, pero no en el sentido en que él estaba pensando. En realidad, era un elogio. En esa época de la Transición, Suárez engañaba a todos, pero en realidad no engañaba a nadie. Decía a cada uno lo que quería oír. Ya sabemos que a la primera la culpa es del otro, pero a la segunda es culpa tuya. La magia de Suárez es que a algunos les engañó varias veces. Luego, se lo hicieron pagar con creces –empezando por el rey Juan Carlos–, pero esa es otra historia.
Comparado con lo que se estila ahora en términos de ataques al bajo vientre de los rivales –sólo hay que ver la retahíla de insultos que Pablo Casado dedicó el miércoles a Pedro Sánchez–, lo de «tahur del Mississipi» es un pellizco de monja, un detalle ingenioso.
Alfonso Guerra es otra persona en 2019. Con 78 años, se ha convertido en el caudillo de lo que llaman la vieja guardia del PSOE, aquellos que piensan que todavía estamos en los años 80, o en los 90 como mucho. La diferencia con otros muchos de su quinta es que Guerra cree que tiene algo que contar por escrito y eso es lo que ha hecho con el libro ‘La España en la que creo’.
Guerra presentó el libro en el Congreso de los Diputados en un acto presidido por su presidenta, Ana Pastor. Se esperaba que repartiera estopa al Gobierno de Sánchez –»Alfonso, dales caña», se decía que gritaban los asistentes a sus mítines y Guerra siempre les complacía– y nadie quedó decepcionado. Hubo un tiempo en que era la derecha la que temía los mítines de Guerra. Ahora es a la izquierda a la que da caña y es la derecha la que aplaude. No es sólo que aplauda. Se pone en pie para ovacionarle.
Guerra comenzó su conferencia con un directo a la mandíbula de Sánchez: «Lo primero que quiero decirles es que este libro lo ha escrito el autor», en referencia al libro de Pedro Sánchez y que cuenta como coautora con la actual secretaria de Estado, Irene Lozano, según El Confidencial.
Él siempre fue el más egregio representante del sector jacobino del PSOE, así lo llamaban. Todos aquellos que contemplaban con desprecio las reivindicaciones nacionalistas que venían de Euskadi y Catalunya. Se acostumbró a tolerarlas, lo que no le impidió lanzar los ataques de costumbre. Como en otros asuntos políticos de los años 80, Guerra tuvo muy poca influencia en las grandes decisiones. Al final, todo se reducía a lo que decidía Felipe González. «En el Gobierno, yo estoy de oyente», dijo a los periodistas en 1983. Nadie le creyó, pero en realidad era cierto.
Ahora está también de oyente, pero de vez en cuando dice lo que piensa. Es lo que hizo en la noche del miércoles. Y no sólo sobre su libro. Guerra nunca dejaba tirado a los que esperaban que hablara de la noticia del momento. Un día después del debate sobre el relator/mediador en las conversaciones sobre Catalunya, los asistentes confiaban en que dijera algo al respecto. Entre ellos estaban barones socialistas como los presidentes de Asturias y Aragón, José Lambán y Javier Fernández, los exministros Corcuera, Cosculluela y Fernández, y varios diputados del PSOE no de la de cuerda del presidente del Gobierno, además de diputados del PP y Ciudadanos. Y Martín Villa como representante de los tiempos oscuros de la Transición.
El argumentario de Guerra
Sobre los tiempos de la Transición, Guerra dijo: «Les aseguro que nunca, nunca necesitamos un relator» (gran ovación). «Dicen que no se trata de un mediador, vale. Un funcionario, una secretaria, una grabadora servirían» (risas). «Los que han negociado tamaño desatino, ¿con qué país equiparan a España, con Yemen del Sur, con Burkina Faso?» (Yemen del Sur no existe desde 1990, pero la audiencia no iba a dar importancia a ese detalle. Es poco probable que haya relatores en Burkina Faso, pero aún hay gente que habla de países africanos como ejemplo del colmo del subdesarrollo político). «Aprobar un presupuesto es vital para un Gobierno, pero mantener la dignidad de la nación es una prioridad» (y el público no podía estar más de acuerdo con el uso de la palabra ‘dignidad’).
Como Guerra siempre ha querido dejar claro que no es un político como los demás, no podían faltar las referencias históricas. Explicó que «el trono, la espada, la cruz y las grandes fortunas» fueron el gran obstáculo de la formación de la nación española. Todo eso ha desaparecido ya, según Guerra, excepto las grandes fortunas empresariales.
Pero de eso el único ejemplo que dio es «una cadena de televisión que está al servicio de los termiteros de la Constitución», en probable referencia a La Sexta y sus tertulias políticas. De todo eso que antes se denominaba los poderes fácticos, una expresión muy de la época en que él era vicepresidente del Gobierno, para él sólo queda una televisión en la que salen los que no son del PSOE, el PP y Ciudadanos.
Guerra fue decisivo para poner en 1982 a José María Calviño al frente de RTVE, y eso lo explica todo.
El discurso antiSánchez
Con un discurso indistinguible del habitual en el PP y Ciudadanos, Guerra dejó claro que no hay nadie al mando. «La pregunta es ¿hay alguien ahí? ¿Nadie es capaz de comprender que están calcinando la democracia al seguir los requerimientos de los salteadores de la nación?». «La crisis ha adquirido un nivel existencial», dijo con una expresión idéntica a la que ha empleado en más de una ocasión José María Aznar.
¿Qué es lo que propone Guerra? Desde luego, nada que tenga que ver con la reforma de la Constitución. Tampoco un Gobierno de gran coalición de los dos grandes partidos, porque él sabe que es imposible. Plantea «acuerdos sensatos entre demócratas» (lo que para él limita el campo de juego a PSOE, PP y Ciudadanos) para enfrentarse al enemigo, todos los demás y en especial los independentistas.
En un plano más concreto, la respuesta la dio antes del acto Juan Carlos Rodríguez Ibarra, expresidente de Extremadura: un acuerdo entre esos partidos para que PP y Ciudadanos aprueben los presupuestos a cambio de una fecha precisa para que Sánchez convoque elecciones, se supone que cuanto antes. El actual panorama político convierte esa propuesta en inviable a menos que Pedro Sánchez tenga como objetivo perder las próximas elecciones.
Eso no es un problema para Alfonso Guerra, y por eso el público asistente al acto le aplaudió puesto en pie con pasión cuando finalizó su intervención. Los de más edad habían odiado a Guerra en los 80. Ahora no podían estar más de acuerdo con él.