Francia debe afrontar en siete días una decisión trascendental, una muy similar a la que se enfrentan varios países europeos. Por las características del sistema electoral y la decadencia de los partidos tradicionales y sus líderes, puede recibir con sus votos a la misma extrema derecha que parecía desaparecida desde hace décadas, pero que ahora vuelve con un mensaje diferente, mejor adaptado a las condiciones socioeconómicas del siglo XXI y a los exigencias mediáticas de las campañas electorales.
No tan diferente. A la hora de la verdad, la campaña del Frente Nacional se basa en ese viejo principio que todos deberíamos conocer: un pueblo, una nación, un líder.
Vuelve la apelación a una comunidad étnica de raza blanca que tiene el derecho a elegir su destino, a una nación amenazada por la influencia de extranjeros que traen con ellos valores repulsivos, y a un líder cuyo carisma y convicciones son el único remedio en un momento histórico.
Una parte de la izquierda francesa, no así el Partido Comunista Francés por si es necesario recordarlo, ha decidido que esa amenaza no es lo bastante seria como para apoyar al otro candidato, el liberal Emmanuel Macron. O acusan a los liberales y socialdemócratas de haber creado las condiciones para el ascenso de la ultraderecha, por lo que –en un extraño giro dialéctico– no asumen ninguna responsabilidad en una posible victoria de Le Pen. Como un niño inmaduro, han decidido que son otros los que han roto la puerta y a ellos les corresponde arreglarla. Si por ahí entra el fascismo, no es asunto suyo, aunque ellos estarán entre los primeros que pagarán las consecuencias.
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