Cormac McCarthy no era alguien muy optimista sobre el ser humano. Quizá sólo era fríamente realista. Le parecía irrelevante todo lo que no implicara la lucha entre la vida y la muerte, un dilema en que es propio de ilusos pensar que siempre triunfa el lado luminoso del hombre. No tenía ningún interés para él como escritor. “La vida no existe sin derramamiento de sangre. Creo que la noción de que puedes mejorar de alguna manera la especie (humana), de que todos podemos vivir en armonía, es una idea realmente peligrosa”.
Uno de los grandes escritores de Estados Unidos de su generación falleció el martes con 89 años en su casa de Santa Fe, en Nuevo México, en el suroeste del país que convirtió en el gran protagonista de sus mejores novelas. Era también uno de los autores más convencidos de la importancia de preservar su independencia y soledad, negándose a hablar de su obra con periodistas o profesores incluso cuando eso le condenaba a pasar hambre al no contar con otras fuentes de ingresos.
Donde otros vieron épica y heroísmo y enraizaron en la cultura popular la noción del wéstern como la aventura esencialmente norteamericana de construcción del mito fundacional del país, pongamos gente como John Ford y Howard Hawks, McCarthy ofreció una visión descarnada y tétrica donde la muerte siempre está presente. Los hombres eran tan áridos como el desierto que tenían ante ellos, y no menos peligrosos. La frontera era un lugar lleno de serpientes y la mayoría de ellas eran seres humanos.
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