Netanyahu ha comenzado su campaña ante la opinión pública norteamericana para hundir el acuerdo de EEUU con Irán sobre su programa nuclear. Sus mayores aliados están en el Congreso norteamericano, en especial entre los congresistas republicanos, donde el apoyo ciego a los gobiernos israelíes es casi un requisito imprescindible para continuar disfrutando de un cargo electo. Pero aun así, no hay que dar por hecho que el primer ministro israelí conseguirá su objetivo.
Algunas cosas no han cambiado. El pasado fin de semana, Netanyahu fue entrevistado en tres programas de canales norteamericanos, que en estos casos se comportan como altavoces propagandísticos de Israel en EEUU. Allí el líder de Likud se aplicó como de costumbre, intentando convencer al público de que Irán es una amenaza para… EEUU.
Algunos han recordado en las últimas semanas una ocasión anterior en que Netanyahu convenció a los norteamericanos de la necesidad de conjurar otra amenaza inminente. Quien mejor lo describe es J.J. Goldberg en el semanario Forward. Pero antes recuerda a otro personaje israelí bien conocido en Washington:
«A principios de enero de 2002, cuatro meses después de los atentados del 11S, el director del Consejo de Seguridad Nacional israelí, Uzi Dayán, se reunió en Washington con Condoleezza Rice. Esta le dijo –ante su sorpresa, como me comentó después– que el presidente Bush había decidido invadir Irak y derrocar a Sadam Hussein. Un mes después, el jefe de Dayán, el primer ministro Ariel Sharon, se reunió con Bush en la Casa Blanca y le ofreció algún consejos, basados en décadas de trabajo de los servicios de inteligencia israelí.
Echar a Sadam, comentó Sharon, según confirmaron tres fuentes con acceso directo, tendrá tres consecuencias, todas negativas. Irak saltará por los aires en un conflicto entre tribus suníes, chiíes y kurdas. EEUU quedará atrapado en el laberinto iraquí durante una década. E Irán, un actor mucho más peligroso, se deshará de su mayor enemigo y quedará libre para perseguir sus ambiciones de hegemonía regional. Bush no estaba de acuerdo».
Está claro que no hicieron mucho caso a Sharon. Pero luego apareció por allí otro político israelí, por entonces en horas bajas en su país pero con mucho cartel para los republicanos:
«El 12 de septiembre (de 2002), sin embargo, una voz israelí diferente se escuchó en Washington: el exprimer ministro, ahora un simple ciudadano, Binyamín Netanyahu. Rival de Sharon desde hace tiempo y aliado directo de los neoconservadores de Washington, fue invitado a hablar ante la Cámara de Representantes, controlada por los republicanos como experto en Irak. Bagdad estaba escondiendo centrifugadoras móviles «del tamaño de lavadoras», dijo. Además, «si acaban con Sadam, el régimen de Sadam, les garantizo que habrá enormes consecuencias positivas en la región».
Netanyahu se refirió en el Congreso al ataque israelí sobre la central nuclear de Osirak en 1981, que en Israel y EEUU se considera que pudo impedir que Sadam Hussein consiguiera su primera bomba nuclear unos pocos meses después. Uno de los pilotos de ese bombardeo era Amos Yadlin, y entre 2002 y 2010 jefe de la inteligencia militar. En las últimas elecciones, apoyó a Unión Sionista.
Esta es su valoración del acuerdo alcanzado en Lausana:
«Hay muchos obstáculos que pueden aparecer hasta que haya un acuerdo (definitivo), pero en general no creo que estemos ante una tragedia o un segundo Holocausto. Sí, seríamos más felices si no quedara una sola centrifugadora en Irán, y si fuera posible, que fuera posible cambiar el régimen de los ayatolás. Pero no son objetivos factibles. Después de todo, incluso un ataque de EEUU no conseguirá que Irán quede a 15 años de conseguir una bomba nuclear, por tanto ¿por qué no dejar congelado tal y como está ahora (el programa nuclear iraní) durante el mismo periodo de tiempo sin una guerra?».