La pandemia nos dejó este verano sin una tradición periodística española de larga trayectoria. Ante la falta de noticias de más peso, era habitual que algunos periódicos nos ofrecieran alguna polémica más o menos ficticia sobre Gibraltar, alimentada por declaraciones de dirigentes del PP, con la que agitar los sueños patrióticos. Tomemos 2013 como ejemplo. El gallardo ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, anunció que se había acabado toda esa tontería de entablar un diálogo con las autoridades gibraltareñas que había iniciado Moratinos. Tocaba ponerse duro. «Se acabó el recreo en Gibraltar», dijo en una entrevista ese año. Los habitantes del Peñón iban a probar el acero español.
Entre las denuncias esgrimidas esos días, estaba la decisión del Gobierno de Gibraltar de arrojar al mar 70 bloques de hormigón para construir un arrecife artificial, impedir la pesca de arrastre y favorecer a los pescadores locales. Es decir, lo mismo que había hecho la Junta de Andalucía en 2006 con 88 bloques, una práctica habitual desde hace años.
La invocación permanente a la soberanía negada por tres siglos de existencia de la colonia británica daba cobertura a todas estas arremetidas. Nunca sirvieron para nada. Ni siquiera para poner en el congelador las relaciones entre España y Gran Bretaña. Los gobiernos del PP y el PSOE nunca pusieron en peligro sus relaciones con Londres. Lógicamente, habría que añadir. Los llanitos eran los malos y Madrid mantenía la ficción de que los británicos no tenían nada que ver con esos desmanes.
El Brexit ha provocado una situación inédita sin la cual nada habría cambiado en el Peñón. El Gobierno español ha anunciado un principio de acuerdo con Londres para que la colonia se incluya dentro del espacio Schengen y no se vea afectada por el Brexit. Quedan seis meses para convertirlo en un tratado que podría tener como desenlace el fin de la verja, lo que en la práctica supondría diluir la frontera en las relaciones económicas. Será una especie de periodo de prueba. El éxito no está garantizado.
Hay toda una serie de controles aduaneros que deberán persistir. La opción elegida es que Frontex se ocupe de ello durante cuatro años en una de esas situaciones temporales que probablemente se prolonguen en el tiempo. «La aplicación de Schengen en Gibraltar es responsabilidad española desde el primer momento», ha afirmado la ministra de Exteriores, Arancha González Laya en una entrevista en El País.
El Gobierno español lo ha vendido como el inicio de una nueva relación con Gibraltar. Veremos si es cierto, pero lo que es indudable es que el Peñón estará ahora más cerca de Europa, es decir, España, que del Reino Unido.
Hasta ahora, el discurso nacionalista sobre Gibraltar ignoraba de hecho los intereses de los 15.000 trabajadores españoles del Campo de Gibraltar que dependen de sus empleos en el Peñón o de los comerciantes y empresas que viven en buena parte del consumo de los gibraltareños. Por eso, no es extraño que los titulares hablen ahora del inmenso alivio que se respira a ambos lados de la frontera. «El 60% del PIB de La Línea lo genera Gibraltar», ha dicho el presidente de su asociación de pymes. Esa zona de Cádiz siempre ha dependido económicamente de Gibraltar. La falta de un acuerdo habría supuesto ahora una catástrofe laboral en mitad de una pandemia.
El presidente andaluz recibió la noticia del pacto con buenas palabras: «Una decisión histórica que llega con diálogo y cooperación entre instituciones en beneficio del interés general», dijo Moreno Bonilla. Pablo Casado, tan locuaz en todo lo demás, prefiere de momento reservarse su posición. En julio, amenazó con pedir la reprobación de González Laya por reunirse en Algeciras con el ministro principal gibraltareño, Fabián Picardo. Seguía la tradición del PP por la que los gibraltareños no pueden ser interlocutores de nada, como si no existieran.
Una parte de la derecha cree que es mejor comer banderas que otras cosas más digeribles si la dignidad nacional está en peligro. El acuerdo anunciado es «la mayor traición desde que el conde don Julián facilitó a Tarik ben Ziyad la toma de Gibraltar», escribió un columnista de ABC cuyo calendario mental quedó anclado en el siglo XVIII en la época en que se firmó el Tratado de Utrecht.
Esta mentalidad procede del franquismo, como se vio cuando se plantó la verja en 1969 con la idea de que los gibraltareños quedarían estrangulados económicamente y terminarían pidiendo a rastras que les integraran en España para poder comer. Esa soberbia no estaba basada en ninguna realidad –eso se comprobó en pocos años–, como tampoco se aprecia en un editorial de ese diario esta semana que el nivel de conocimiento haya aumentado mucho. Alega que el hecho de que el Campo de Gibraltar, con una de las mayores tasas de paro de España, esté obligado a cumplir las reglas económicas y fiscales de la UE, mientras que Gibraltar no lo hace, «es la principal causa estructural de las diferencias en la renta entre uno y otro lado de la verja». Es una forma singular de ignorar lo ocurrido en la zona en las últimas décadas.
Los mismos que elogian la política de bajos impuestos de la Comunidad de Madrid, con el consiguiente perjuicio económico para otras comunidades, se revuelven enfurecidos cuando los autores son gibraltareños.
El nacionalismo acostumbrado a dormir envuelto en la bandera se ha habituado a sostener que lo de Gibraltar estaba hecho si los gobiernos españoles se manejaban con la firmeza necesaria. No se vio así durante los gobiernos de Aznar y Rajoy, a pesar de las declaraciones altaneras de Margallo, al que hasta se le ocurrió en 2013 anunciar que se estudiaba la imposición de una tasa de 50 euros para entrar y salir del Peñón. Evidentemente, los primeros perjudicados hubieran sido los trabajadores gaditanos, pero no tenían que preocuparse. Sólo se trataba de pegarse golpes en el pecho y sacar los dientes patrióticos.
Tres años después, Margallo insistía en tirar de chulería. «Pondré la bandera en Gibraltar mucho antes de lo que Picardo cree». Todavía la están esperando.
Con los gobiernos de izquierda, tocaba lo contrario. Cuando Moratinos visitó Gibraltar para reunirse con el ministro británico de Exteriores y el ministro principal de la colonia, la prensa conservadora sufrió un ataque de nervios. «La foto de la vergüenza», tituló El Mundo en portada. Se había puesto fin a «tres siglos de firmeza anticolonialista», lo que tenía una cierta gracia si pensamos en la presencia colonial española en Latinoamérica.
El patriotismo de hojalata, el de usted no sabe con quién está hablando, ha ofrecido unos resultados muy escasos en las últimas décadas. Ahora se ha apostado por llegar hasta el final con la diplomacia, una solución novedosa, y por reconocer que los gibraltareños también existen.