Una vez que ordenó la retirada de las tropas de tierra, Netanyahu había dado por finalizada la operación de castigo contra Gaza. Había conseguido sus objetivos: proyectar la imagen de dureza contra los palestinos sobre la que ha cimentado su carrera política, salvaguardar la estabilidad de su Gobierno de coalición y hacer más difícil el acuerdo entre Hamás y Fatah.
Para todo lo demás, hay que bucear en el mito fundacional del Estado de Israel: los palestinos sólo entienden el lenguaje de la violencia y quieren acabar con la existencia del Estado judío. Pocos políticos israelíes han visto hundirse su carrera al apostar por esas ideas como eje de su actuación.
Su problema era que Hamás no tenía nada que ofrecer a sus partidarios para justificar el sacrificio, y por eso continuó con el lanzamiento de cohetes, primero permitiendo que otros grupos lo hicieran, luego utilizando su arsenal.
Ahora se ha acordado otro alto el fuego permanente, y Hamás ha adoptado la misma actitud que Netanyahu el 7 agosto. Firmar el papel y declarar la victoria. Es cierto que algunos puntos le permiten esta vez ofrecer algo tangible, por ejemplo el compromiso israelí de abrir la frontera para que entren los materiales con los que iniciar la reconstrucción. La prioridad será el suministro de agua y energía, las comunicaciones telefónicas y el material sanitario. Los pescadores podrán fanear hasta a 12 millas de distancia. De momento.
Todo lo demás (liberación de presos o el levantamiento del bloqueo) queda pendiente de la continuación de los negociaciones a través de la mediación egipcia. Puede ser el comienzo de unas conversaciones lentas pero con avances o el inicio de la nada. Hamás ya debe de saber que no tiene en El Cairo a un aliado, sino a un enemigo. No podrá sorprenderse si al alto el fuego permanente le sucede el impasse permanente.
Y Hamás tendrá que seguir gobernando Gaza y asumiendo la responsabilidad de pagar 40.000 salarios mensuales de funcionarios con dinero que no tiene. Es probable que Qatar asuma parte de la factura, pero el dinero no llega del aire y para eso necesitará el visto bueno egipcio.
No olvidemos que el Gobierno israelí tampoco cumplió todo lo prometido en el alto el fuego firmado tras la ofensiva de 2012.
After 7 weeks of war, @Ezzpress captures a moment in #Gaza pic.twitter.com/wzobMv4zSP
— Jon Williams (@WilliamsJon) August 26, 2014
Según un sondeo del Canal 2 de la TV israelí, el apoyo a Netanyahu ha caído del 82% al 38% en unas pocas semanas. El primer dato era irreal –en la medida en que era producto de la marea belicista en Israel, como también será ahora mismo muy alto el apoyo a Hamás en Gaza–, y el segundo se acerca a la realidad habitual en el fragmentado escenario de la política israelí. Si cala en la opinión pública la idea de que no ha habido vencedores, es muy posible que Netanyahu atraviese momentos difíciles pero podrá superarlos recurriendo al lenguaje violento de costumbre.
Netanyahu no sometió a votación en el Gabinete de Seguridad del Gobierno la propuesta egipcia que ya ha sido aceptada por ambas partes. Sencillamente, se la comunicó a sus aliados por teléfono. Eso dará cobertura a los más ultras para mostrar en público su enfado, no tanto como para amenazar con salirse del Gobierno. Otros respirarán aliviados por no haber tenido que retratarse en la votación. Si la tan comentada «desmilitarización de Gaza» no se produce, el cerco a Netanyahu se estrechará, y entonces aumentarán sus incentivos para volver a llamar a filas a los reservistas.
A corto plazo, es difícil aceptar que 2.133 palestinos muertos (y 64 soldados israelíes) sean el precio que hay que pagar para restablecer otro concepto intocable: la capacidad de disuasión de Israel contra sus enemigos.
La política es en parte un juego con el que manejar las expectativas de la gente. Y las expectativas en Israel son realmente violentas.
Since I was little, «resistance» groups declare victory over Israel. For some reason: Israel gets bigger, more powerful. Arabs more divided.
— Jenan Moussa (@jenanmoussa) August 26, 2014