En democracia, no hay símbolo más poderoso que las urnas. Es cierto que la participación popular en una democracia no puede consistir únicamente en eso. De hecho, uno de nuestros problemas es que nos han hecho creer que todo consiste en depositar una papeleta cada cuatro años después de una campaña de dos semanas, y que a esto se reduce el Gobierno del pueblo para el pueblo. Aun así, las colas de la gente expresando la voluntad popular envían un mensaje claro y rotundo. Interpretarlo no siempre es fácil, pero despreciarlo es uno de los rasgos que definen a una oligarquía.
No es un referéndum lo que se ha celebrado en Cataluña. Los números de participación que ha dado la Generalitat a las 18.00 (1.977.531 personas) y los que dé al final de la jornada no deben tomarse como las cifras confirmadas y fiables de cualquier cita electoral. Ni siquiera valen como referencia para un hipotético referéndum de independencia. No es lo mismo lanzar un desafío que tomar una decisión irreversible.
Son una demostración de voluntad popular ante la que hay que exigir respuestas políticas, no un grupo organizado de fiscales y policías con órdenes de detención. La contestación no debería consistir en encerrarse en un búnker por mucho que se claven en su puerta los artículos de la Constitución como si fueran las 95 tesis de Lutero.
No hay muchas esperanzas de que el Gobierno se decida a afrontar la realidad. El ministro de Justicia (en una comparecencia privada ante una cámara de TVE) ha calificado lo ocurrido el domingo de «jornada de propaganda política carente de validez» y de «simulacro inútil y estéril». Rajoy dijo que ni era un referéndum ni era una consulta (lo que en términos jurídicos es cierto). Incluso así, el ministro dijo que «emprenderemos las acciones legales que correspondan». ¿Se puede ilegalizar la propaganda de ideas políticas en una democracia? Lo que hoy es ilegal puede no serlo mañana si se produce una reforma legislativa. Ganar unas elecciones no da derecho a un Gobierno para limitar la manifestación de ideas políticas para que se acomoden a las suyas. Tampoco para complacer a los dementes, como los representantes de UPyD, ansiosos por conseguir titulares que compensen su hundimiento en las encuestas, que pretendían que la policía desalojara los centros de votación y detuviera a Artur Mas.
La situación de Cataluña es un ejemplo más de la crisis estructural del sistema político en España. Políticos sin credibilidad, ciudadanos hastiados por las promesas incumplidas y por un estancamiento económico que aún se prolongará durante años, instituciones en manos de personas que utilizan fondos públicos en beneficio de sus intereses privados o de fines peores.
Ante todo eso, muchos ciudadanos catalanes han participado en esta consulta con intenciones muy diversas. Es probable que la mayoría quiera la independencia, es seguro que todos creen que las cosas no pueden seguir así. Al igual que en el resto de España, no soportan que la élite política y económica les diga que deben conformarse con lo que hay o que incluso deberían empezar a asumir que tendrán que quedarse con mucho menos de lo que tienen ahora.
Nadie en su sano juicio aceptaría ese estado de cosas sin rebelarse. En Cataluña, lo han hecho ahora a través de las urnas. Al otro lado, está el Gobierno, que sostiene que no hay que hacer nada, y algunos de sus partidarios, que creen que todo esto se solucionaría enviando a una pareja de la Guardia Civil con una citación de la Audiencia Nacional.
Dime ahora cuál es la respuesta más democrática.