La muerte de Ayman al Zawahiri en un ataque con un misil disparado por un dron norteamericano podría ser definida de múltiples formas, pero ya sabemos que la posición del Gobierno de EEUU es clara: la eliminación del líder de Al Qaeda no pondrá fin a la llamada guerra contra el terrorismo («War on Terror», según el nombre que se le asignó después de los atentados del 11S en 2001). Veinte años después, los supuestos con que esa contienda fue establecida por la Administración de George Bush continúan presentes. Es una guerra sin fecha final, sin un horizonte que permita pensar en su conclusión, sin importar contra qué enemigos se lleve a cabo y cuyo campo de batalla es todo el planeta.
Esa idea ha sido apoyada estos días por múltiples opiniones aparecidas en medios de comunicación y ‘think tanks’ de EEUU y Europa. No importa cuál sea la identidad del dirigente de Al Qaeda que acabe volatilizado en una explosión. Tampoco que los atentados yihadistas en Occidente de la última década fueran organizados o inspirados por ISIS, no por Al Qaeda. La organización que fundó Osama bin Laden siempre está a punto de renacer de sus cenizas. En cualquier momento, puede volver a atacar de forma masiva una ciudad occidental. Continúa siendo la misma amenaza que hace veinte años. Eso repiten constantemente.
Es imposible compaginar esa visión con la realidad de Al Qaeda como organización, como también de la relevancia de Al Zawahiri en el movimiento yihadista internacional. Pero si ni siquiera la muerte de Bin Laden pudo hacer cambiar el pensamiento único sobre Al Qaeda, es inevitable que ocurra lo mismo con la desaparición de su lugarteniente.
«Al Qaeda bajo Zawahiri no pudo mantener sus propias sucursales, mucho menos crecer y dirigir el rumbo de la yihad», escribe Hassan Hassan, que ha seguido la evolución del yihadismo más violento en Siria e Irak. «Además de perder para siempre el control de sucursales básicas como en Irak y Siria, las que cuenta en Yemen y África prometieron públicamente que no permitirían que se utilizara su territorio para realizar ataques contra Occidente». En otras palabras, los grupos que estuvieron o aún siguen estando bajo el estandarte de Al Qaeda se olvidaron de la idea global de yihad que fue la gran innovación del grupo hace más de dos décadas, porque prefieren centrarse en sus luchas locales.
Nada fue tan revelador en la Al Qaeda de Zawahiri como su derrota inicial ante el avance del ISIS y después la decisión de su grupo afiliado en Siria, el Frente Al Nusra, de desobedecer a sus líderes y formar un nuevo grupo para englobar a todos los yihadistas o islamistas que no habían sido arrollados por Estado Islámico. Las amenazas de Zawahiri aparecieron reflejadas en muchos medios de comunicación y su efecto sobre el terreno fue completamente nulo.
Zawahiri murió en la casa que le había cedido el clan Haqqani en Kabul, en concreto su líder, Jaladuddin Haqqani, que es el ministro de Interior del Gobierno afgano. Los acuerdos de Doha firmados por los talibanes incluían su promesa de no permitir el uso de su territorio para cometer atentados en otros países. La presencia del líder de Al Qaeda en la capital del país plantea serias dudas sobre la intención del Gobierno, tanto es así que los talibanes difundieron un comunicado afirmando que no sabían nada de su llegada al país y reiterando su compromiso con lo acordado en Doha: «El territorio de Afganistán no supone peligro para ningún país, incluido EEUU».
El primer mensaje no resulta muy creíble. El barrio de Kabul donde vivía Zawahiri está lleno de casas de lujo ocupadas por los principales dirigentes del Gobierno. Esa vivienda en concreto pertenecía a un asesor de Haqqani. La familia Haqqani era el grupo dentro de los talibanes que mantenía mejores relaciones con Al Qaeda, por lo que es posible que la concesión del refugio fuera una decisión personal de Jaladuddin Haqqani que no conocían los demás miembros del Gobierno. Es también probable que Zawahiri, de 71 años y con mala salud, buscara simplemente un lugar más seguro que su escondite anterior en Pakistán.
Entre las hipótesis de las que no hay pruebas pero que resultan intrigantes, está la de que algún dirigente talibán diera a conocer la localización de Zawahiri por estar en contra de su aparición en Kabul a principios de este año. La prioridad de los talibanes es mantener su unidad, porque creen que eso es lo que les permitió conseguir la victoria, y enfrentarse a las células del ISIS en el país. Tampoco podían iniciar un debate público o restringido sobre Zawahiri y que al final trascendiera su presencia cuando el Gobierno está reclamando ayuda económica a países como China y Pakistán con el fin de afrontar la aguda crisis económica de Afganistán.
Joe Biden prometió continuar con los ataques a grupos terroristas que amenacen a EEUU. Eso es lógico, pero no hubo en su discurso menciones a toda la estructura legal, militar y de inteligencia que se puso en marcha después del 11S. El Congreso aprobó el 18 de septiembre de 2001 una autorización para el uso de la fuerza en todo el mundo que continúa en vigor y que da carta blanca al Gobierno para cualquier tipo de intervención militar que tenga alguna relación con el terrorismo.
Esos ataques sólo deben ser autorizados por el presidente sin ninguna intervención del Congreso, al que la Constitución reserva el derecho a declarar la guerra a un país. La operación que mató a Zawahiri entra dentro de los parámetros por los que se aprobó la resolución de 2001, ya que era el líder de la organización responsable de la muerte de casi 3.000 personas el 11S. Pero se ha utilizado en muchos casos contra grupos que no tenían planes de atentar contra EEUU.
«Ninguno pensamos al votar esa ley en 2001 que iba a servir para autorizar ataques en Yemen y Somalia», dijo años después el senador republicano John McCain. Pero ese fue el resultado. El Gobierno de EEUU tiene el poder legal para llevar la guerra a cualquier país del mundo si en su territorio opera un grupo terrorista «relacionado con Al Qaeda» y el Congreso no puede hacer nada al respecto. Por toda África, las Fuerzas Especiales del Ejército de EEUU realizan intervenciones militares que son secretas para la opinión pública y casi todos sus representantes electos.
Barack Obama tuvo la oportunidad de haber puesto fin a esa «guerra contra el terrorismo» al anunciar la eliminación de Bin Laden en mayo de 2011. Podría haber promovido que el Congreso anulara la resolución de 2001 o limitara su aplicación. Lo único que hizo tuvo un alcance retórico: preguntarse si tenía sentido continuar en una guerra sin fin en la que los enemigos van cambiando sin preguntarse hasta dónde llega esa amenaza y en qué medida debe condicionar la respuesta militar.
«No todo grupo de criminales que se adjudiquen a sí mismos el nombre de Al Qaeda será una amenaza creíble para EEUU», dijo Obama. «A menos que establezcamos unos límites a nuestro análisis estratégico y a nuestras acciones, nos veremos arrastrados a más guerras que no necesitamos luchar o continuaremos concediendo a los presidentes poderes ilimitados más apropiados para conflictos armados tradicionales entre naciones».
«Mucho más importante (que el impacto de la muerte de Zawahiri en Al Qaeda) es la realidad de que el aparato de la Guerra contra el Terrorismo, con la excepción de la guerra de Afganistán, el programa original de tortura de la CIA y la Sección 215 de la Patriot Act, continúa en pie», escribe Spencer Ackerman, que destaca unas palabras de Biden que repiten lo dicho por anteriores presidentes. «EEUU no buscó esta guerra. Le vino impuesta», dijo. Los hechos posteriores a 2001 revelan que la Administración norteamericana sigue buscando esa guerra.
En el libro ‘The Bin Laden Papers’, publicado en abril de este año, que analiza los documentos encontrados en la casa donde mataron al líder de Al Qaeda, Nelly Lahoud cuenta que EEUU sobreestimó la capacidad de la organización de reconstruirse y de preparar nuevos atentados después de ser expulsada de Afganistán. La realidad es que Bin Laden y sus seguidores consumieron la década siguiente en una huida constante y viendo cómo la mayoría de sus principales dirigentes eran encarcelados o eliminados.
La idea de que las sucursales o franquicias de Al Qaeda que habían jurado lealtad a Bin Laden cumplían las órdenes que recibían y estaban en condiciones de continuar la campaña de atentados tampoco es cierta. Lahou cuestiona el término ampliamente utilizado de sucursales y considera que fueron formadas por grupos yihadistas que querían aumentar su imagen y recibir el apoyo de más gente al asociarse al nombre de Al Qaeda.
«Pero esta guerra (contra el terrorismo), como todas las guerras, tiene que acabar. Eso es lo que recomienda la historia. Eso es lo que exige nuestra democracia». Lo dijo Obama en el discurso de 2011. Los gobiernos de EEUU, incluido el suyo, han hecho lo posible para que sea una guerra que no tendrá fin.