Analizar la política exterior norteamericana de EEUU en los tiempos de Donald Trump resulta una tarea harto complicada. El presidente de EEUU cuestiona de forma agresiva algunos de los puntos fundamentales de lo que ha sido la estrategia del país desde 1945: la OTAN, la relación con Europa occidental y el libre comercio son algunos de los ejemplos más citados. Quizá haya que recordar que no es lo mismo la actitud de Trump –a la que escasamente se puede llamar estrategia– con la posición de partida de los republicanos, el Pentágono y el Congreso, en la que no ha habido grandes cambios.
Pero en Oriente Medio las diferencias con la Administración de Obama son escasas y en ningún caso estratégicas. En el plano simbólico, nunca irrelevante en esa zona, sí que ha habido algunos cambios. El más relevante ha sido el traslado a Jerusalén de la embajada de EEUU en Israel. En el caso de Irán, sí que hay una diferencia notoria, pero ahí el Gobierno de Obama fue una excepción, con la firma del acuerdo nuclear con Teherán, en una trayectoria de enfrentamiento entre ambos países que se remonta a varias décadas.
‘Into the Hands of Soldiers: Freedom and Chaos in Egypt and the Middle East’, libro del periodista del NYT David Kirkpatrick sobre Egipto, ayuda a entender esa continuidad y a dudar de la idea de que la presidencia de Obama inició una vía diferente para las relaciones de EEUU con Oriente Medio.
Sabemos que Obama recibió con aprensión la noticia del golpe de Estado que acabó con el Gobierno dirigido por los Hermanos Musulmanes y que hubiera deseado un desenlace diferente a esa crisis.
Puede que ambas cosas fueran ciertas, pero su Administración, incluido el Pentágono y el Departamento de Estado, jugó un papel importante a la hora de dar luz verde a los militares egipcios para que pusieran fin al que podríamos llamar el primer experimento democrático de la historia de Egipto.
En ese sentido, no es una historia muy distinta a la de décadas posteriores. Washington promueve o acepta un Gobierno dictatorial para asegurar la estabilidad de un país que resulta esencial para la defensa de sus intereses en la región. Es una apuesta segura a corto plazo, pero que siembra la semilla de algo que puede ser mucho peor en años o décadas posteriores.
El golpe de Egipto suele ser definido como uno más de los fracasos de la Primavera Árabe. A la hora de contemplar los acontecimientos de la última década, la mayoría de los análisis presta más atención a la irrupción de ISIS y a la guerra de Siria. Sin restar ningún valor a esos hechos, que han provocado una carnicería de dimensiones estremecedoras, lo que ocurrió en Egipto es una señal que perdurará durante mucho tiempo si convence a los islamistas (no los confundamos con los yihadistas y los salafistas en este debate) de que no cuentan con posibilidades reales de llegar al poder, y de conservarlo, a través de las urnas en un sistema democrático.
Si bien muchos consideran a la Administración de Obama un ejemplo de coherencia y madurez comparada con la política exterior de Trump, el símil pierde sentido si se examina la realidad en cuanto a la respuesta de EEUU a los turbulentos años posteriores al fin del régimen de Mubarak. Obama y algunos de sus asesores mostraron una cierta comprensión con los problemas de Mohamed Morsi al enfrentarse a un establishment en el Ejército, las fuerzas de seguridad y los tribunales que pretendía mantener la misma política de los años de Mubarak, pero otros cargos relevantes de la Administración pensaban que la única solución pasaba por una intervención militar.
El día después del golpe de julio de 2013, Obama aceptó esa posición –cuenta Kirpatrick en el libro–, por mucho que los comunicados continuaran pidiendo una solución política y el respeto a los derechos civiles básicos (con las típicas frases de estos comunicados que revelan una «profunda preocupación» (deeply concerned) y la solicitud a las partes implicadas de «contención» (restraint) en el uso de la fuerza.
Los militares sólo esperaban que todo volviera a la situación anterior a la elección de Morsi. Arabia Saudí y Emiratos Árabes, ya decididos a acabar para siempre con la influencia de los Hermanos Musulmanes en la región, contaban con interlocutores en Washington muy dispuestos a escuchar, cuenta Kirpatrick en su libro.
«Como otros en el Pentágono, Mattis, entonces general de marines al frente del Mando Central (y hoy secretario de Defensa), afirmaba a menudo que los Hermanos Musulmanes sólo eran una versión diferente de Al Qaeda, a pesar de que los Hermanos habían mantenido durante décadas su oposición a la violencia y su apoyo a las elecciones, mientras Al Qaeda calificaba a los Hermanos de ingenuos peleles manejados por Occidente. «Todos nadan en el mismo mar», dijo el general Mattis en un discurso posterior en el que analizaba ese periodo. Acusó al propio Morsi por su «liderazgo arrogante» de ser el responsable de su caída».
La misma posición mantenía el general Michael Flynn, entonces director de la DIA y luego consejero de Seguridad Nacional de Trump durante un corto periodo de tiempo.
El Departamento de Estado tampoco tenía ninguna intención de dar oportunidades al Gobierno electo de Morsi. John Kerry, siempre cercano a las monarquías autocráticas del Golfo Pérsico en su larga época de senador, mantuvo las mismas ideas como secretario de Estado, en especial tras su primera visita como tal a Egipto en marzo de 2013. «Es el idiota más estúpido que he conocido nunca», dijo a su jefe de gabinete tras la reunión con Morsi, escribe Kirpatrick. «Esto no va a funcionar. Estos tipos están locos».
Es obvio que Morsi y los Hermanos malinterpretaron sus victorias electorales en las elecciones presidenciales y legislativas. Nunca fueron conscientes de que la sociedad egipcia era más plural de lo que ellos creían, que sus enemigos en el Estado eran más poderosos de lo que aparentaban, y que el triunfo en las urnas no les concedía el derecho a un ejercicio arrogante del poder.
Kirkpatrick cuenta que Kerry salió mucho más aliviado de su primera reunión con el general Sisi, entonces ministro de Defensa y después el arquitecto del golpe contra Morsi.
Cuando el riesgo de un golpe ya era muy alto, Obama envió a su secretario de Defensa a El Cairo. Chuck Hagel llevaba instrucciones de insistir en una salida política a la crisis que respetara el resultado de las urnas. En un ejemplo de Gobierno disfuncional que ahora tanto se menciona al referirse a la Administración de Trump, Hagel trasladó a los militares un mensaje muy diferente, según las fuentes citadas por Kirkpatrick. Tras haber escuchado a saudíes, emiratíes e israelíes, Hagel dijo a Sisi lo que este quería escuchar: «Yo no vivo en El Cairo, usted sí. Usted tiene que proteger la seguridad, tiene que proteger a su país». Palabras confirmadas por Hagel en una conversación con David Kirkpatrick.
Kerry confirmó al autor del libro que en las discusiones en la Casa Blanca insistió en que el derrocamiento de Morsi no era un golpe. Sisi sólo había escuchado a su pueblo para salvar a Egipto, dijo. Y había prometido celebrar elecciones cuanto antes, un mensaje habitual tras todos los golpes.
El nuevo régimen decidió asegurarse de que Washington no sería un problema y lanzó una campaña de propaganda para denunciar que EEUU había organizado la rebelión que acabó con Mubarak y que había apoyado en secreto a los Hermanos Musulmanes. Sonaba absurdo, pero lo importantes es que se trataba de un mensaje de consumo interno que repitieron de forma obsesiva todos los medios de comunicación egipcios.
La matanza de Rabá en agosto de 2013, donde un millar de seguidores de los Hermanos fueron eliminados por la policía y el ejército, provocó la condena de Obama, pero no consecuencias reales en la ayuda militar que reciben los militares egipcios.
Meses después, EEUU anunció una «revisión» de esa ayuda que supuso la suspensión del envío de material militar ya pagado con la aportación financiera norteamericana. Los portavoces indicaron que en ningún caso eso implicaba abandonar la «intensa relación entre ambos gobiernos». En marzo de 2015 las restricciones fueron levantadas.
Kirkpatrick termina el artículo en el que extracta pasajes de su libro con la referencia a una conferencia que dio el general Mattis antes de ser elegido jefe del Pentágono: «La única manera de apoyar la madurez de Egipto para que sea un país con una sociedad civil con democracia es apoyar al presidente Al Sisi».
La madurez del régimen de Sisi es evidente. Ganó la reelección en marzo de 2018 con el 97% de los votos. El único rival tolerado fue un partidario del presidente al que se permitió llegar al 2,9%.
La Constitución egipcia vigente impone un límite de dos mandatos al presidente. Pocos creen que eso pueda impedirle un tercer mandato. La Administración de Trump lo apoyará de forma calurosa. Sisi es el hombre al que quiere para gobernar Egipto.