No mucho tiempo después del entierro de Franco, circuló la broma de que habían colocado una losa de tonelada y media sobre el ataúd para que no pudiera volver a salir. Por si acaso. En 1978, el escritor franquista Fernando Vizcaíno Casas publicó la novela Y al tercer año resucitó, en cuya trama el dictador abandonaba la tumba y se daba unos paseos por la España de la Transición, una excusa para burlarse de la confusión y caos de la nueva democracia. Hubo hasta película con un nutrido reparto con algunos de los actores españoles más conocidos y un cameo de Tip y Coll. El libro vendió centenares de miles de ejemplares. Vizcaíno llegó a vender cuatro millones de todos sus libros al tener un público mayormente derechista ávido de sus tramas satíricas.
La democracia ha tardado mucho en desprenderse de la figura de Franco, más que nada porque es imposible. La historia persigue a todos los pueblos y siempre termina por atraparlos. «La historia no se repite, pero rima», dice la frase falsamente atribuida a Mark Twain. La intención de olvidarse del pasado, hacer como si no hubiera existido –uno de los rasgos cruciales de la Transición española– es un ejercicio un tanto deshonesto, pero sobre todo inútil. En EEUU llevan más de siglo y medio afrontando las consecuencias de la Guerra Civil (1861-1865) y su legado racista. También en lo que se refiere a la pervivencia de los monumentos dedicados mucho tiempo después a las figuras políticas y militares de la Confederación.
La historia siempre está ahí. En Italia, hubo un partido con amplia representación parlamentaria –neofascista primero, posfascista después– que echaba de menos a Mussolini, con su nieta incluida, o entendía que era una figura lógica en su tiempo. Hay una Francia reaccionaria que nunca creyó que Petain fuera un traidor. En Reino Unido, sectores del Partido Conservador han mantenido durante décadas un discurso sobre la inmigración que no es menos racista que el del nazi Oswald Mosley o del tory Enoch Powell.
Ninguno de esos países cuenta con un mausoleo levantado a mayor gloria de un dictador y financiado con fondos públicos. Esa es la gran diferencia, la anomalía o aberración.
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