La capacidad de sorprenderse es una de las pocas cosas que han sobrevivido incólumes en los debates parlamentarios de las sucesivas prórrogas del estado de alarma. Todo el mundo dice que entramos en un mundo diferente, pero hay cosas que persisten. Ya no cabe mayor distancia entre lo que sienten los ciudadanos, sus prioridades, y lo que se escucha en el hemiciclo. Aun así, se oyen cosas difíciles de creer si estás sobrio.
Hay hasta conceptos nuevos para futuros manuales de Derecho. Pablo Casado denunció lo que llamó «dictadura constitucional» para describir los planes del Gobierno. Es posible que haya una parte del cerebro del líder del PP en que esos elementos no sean incompatibles. En un examen oral en la Facultad de Derecho, le hubieran obligado a volver a los libros con un aviso de que tendría que pedir prestados los apuntes a alguien que sí hubiera ido a clase.
La gran incógnita de la sesión era ver si Casado se atrevería a unirse a la extrema derecha, no ya con los argumentos, sino en el empeño de que todo salte por los aires llevándose por delante al Gobierno y las vidas de muchos españoles. Al final, le temblaron las piernas y anunció la abstención en la votación, y no el voto en contra. En ese momento, ya sabía que el PNV y Ciudadanos votarían a favor y que no tenía que asumir la responsabilidad de poner fin a los recursos legales que hacen posible luchar contra la pandemia sin que haya una barra libre que permita a cada autonomía hacer lo que quiera.
En la línea de lo afirmado en los últimos días, Casado presentó una batería de leyes ordinarias que en teoría servirían para sustituir al estado de alarma «si existen riesgos para la salud». Volvía ahí la contradicción intrínseca. Antes se había quejado de la conculcación de derechos de los ciudadanos («un estado de excepción encubierto») y luego sostenía que la Ley General de Sanidad puede ser suficiente para limitar el derecho de reunión y libre circulación y decir a la gente a qué hora puede salir de su domicilio y hasta dónde puede caminar andando.
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