Todo el mundo que cruza espadas con Isabel Díaz Ayuso acaba un tanto confuso con la utilidad que tiene en política no hacer promesas que sabes que no vas a cumplir o negar legitimidad democrática a tus adversarios. Estas cosas suelen pasar factura, sobre todo si te pillan más de diez veces, pero a la presidenta de Madrid todo le resbala, como si se hubiera hecho con el control absoluto de la derecha y buena parte de la extrema derecha en su comunidad y eso le garantizara el puesto de forma vitalicia. Pablo Casado lo ha probado en sus maltratadas carnes en las últimas semanas, aunque nunca pensó que Ayuso terminara propinándole el mismo tratamiento abrasivo que dedica a los que cuestionan desde la oposición sus decisiones sobre la pandemia, o la falta de ellas. Ahora Génova también se ha unido al numeroso grupo de enemigos de la libertad en el que están todos menos Díaz Ayuso y los que la idolatran.
La última escaramuza entre ambos ha venido por el veto de Génova a las cenas de Navidad del PP de Madrid. Ayuso pretendía asistir al mayor número posible de ellas para recibir el apoyo de las bases entregadas. Tampoco Evita Perón hacía ascos a escuchar el amor del pueblo que tanto merecía. El partido ha prohibido las fiestas por el aumento de los contagios y la presidenta ha tenido que ceder, aunque dejando claro que Casado se ha puesto del lado de los negacionistas de su éxito milagroso: «Quiero que quede claro que esto va en la dirección contraria a la política sanitaria que hemos defendido en la Comunidad, que es todo un éxito».
Así que Casado llegó el miércoles a la sesión del control en el Congreso rabioso por la constatación de que Díaz Ayuso siempre tendrá la última palabra y que la dedicará a minar la confianza de los militantes del PP en el liderazgo de su presidente. Tenía ganas de probar la sangre de Pedro Sánchez y de acusarle de todo lo impresentable que hay en nuestras vidas, excepto el último sorteo de la Liga de Campeones. Empezó a acumular agravios de distinto origen, calificó el lenguaje inclusivo de «chorradas» y acabó con un exabrupto con el que nos lo podíamos imaginar con un copa virtual de Soberano en la mano: «¿Qué coño tiene que pasar para que usted asuma alguna responsabilidad?».
Casado se refería a otro «qué coño» que le largó Sánchez hace tiempo a Mariano Rajoy en el pleno cuando este era presidente. Por tanto, lo llevaba preparado. Sonó ahora tan desesperado como sucedió en ese primer caso. Algo tenía que hacer para levantar el ánimo de la tropa de los escaños, que se debate entre el rechazo a Ayuso por sus constantes desafíos a la dirección del partido y la admiración por su uso de armas de destrucción masiva contra la izquierda.
Los diputados no le dejaron solo. Se levantaron como un solo hombre (y mujer) para aplaudir enfervorizados. Coño, ha dicho coño. Con dos cojones. Otra pieza de oratoria clásica para mear y no echar gota.
Convencido de que la política pasa por meter a su gran rival en prisión, hizo responsable a Sánchez de la polémica en Catalunya por la imposición de un 25% de horas lectivas en castellano en un colegio de Canet de Mar por una sentencia del TSJC. No en el plano político, sino penalmente. Casado amenazó con querellarse contra él si el Gobierno no obliga a la Generalitat a cumplir la sentencia. «Si no lo hace (a través de la aplicación del artículo 155), le denunciaremos por desobediencia».
Sánchez prefirió no referirse en ese momento al conflicto de la localidad catalana, en el que ni siquiera los dos partidos del Govern cuentan con la misma posición. A Inés Arrimadas sí le ofreció una respuesta en el terreno de los principios: «Este es un Gobierno que manifiesta la solidaridad con el hijo y los padres de la escuela de Canet. Y es un Gobierno que está comprometido con la legalidad democrática y que va a manifestar siempre que se cumplan las sentencias en firme del poder judicial». Suena bien, pero en este duelo político-cultural se necesita algo más que bellos principios.
Como Casado estaba muy acelerado, el tema de Canet de Mar no era el único con el que martillear. También recurrió a las «niñas prostituidas en Baleares», a la condena al exmarido de Mónica Oltra o al indulto a Juana Rivas. Puestos a aprovecharse de la tribuna parlamentaria para pasarse el Código Penal por ahí abajo, acusó a Rivas de cometer un delito y algo parecido con Oltra o alguien más en la Generalitat valenciana.
No había asunto que quedara fuera para denunciar una especie de cruzada contra los niños. En la política actual, utilizar a los niños puede sonar un poco fuerte, pero en absoluto inapropiado. Ante un juez, Casado diría que lo hace en defensa propia, porque de alguna manera tiene que defenderse de las acometidas de Ayuso.
En la derecha y extrema derecha, hay una intensa competición para hacerse con la primera posición en esa distopía en la que el castellano ha desaparecido en Catalunya o está a punto de hacerlo. El debate posterior de una moción de Vox hizo posible esa carrera en la que el cielo es el límite. No hay símil histórico que no se pueda utilizar. En las últimas horas, se ha comparado la situación de los castellanohablantes en esa comunidad con el apartheid de Sudáfrica o la segregación racial en EEUU. El diputado del PP Óscar Clavell picó muy alto el miércoles cuando dijo que el nacionalismo catalán es el «fascismo-comunismo del siglo XXI», lo que recuerda a los pilotos nazi-comunistas en ‘Los Simpson’ que se convirtieron en un célebre meme.
Eso son cosas de extranjeros. Por encima de todo, no hay nada como el producto nacional. Desde Catalunya, Ciudadanos temió verse sobrepasado y se ocupó de comparar a Canet con Ermua y la lucha contra la ETA. Y si es difícil encontrar 850 asesinados en Catalunya por las guerras lingüísticas es porque no se ha buscado lo suficiente. Al final, en el debate Julio Utrilla, diputado de Vox, les ganó a todos. Se adelantó a las críticas que pudiera recibir el partido de extrema derecha por atacar la convivencia y sostuvo que «eso mismo decían en los guetos judíos los colaboracionistas con los nazis».
El Memorial de Auschwitz ya ha tenido que recordar a los antivacunas que se comparan con los judíos europeos de los años 30 que su actitud es vergonzosa y «un triste síntoma de decadencia moral». Anda que si supieran que en ciertos círculos políticos en España se considera un síntoma de fortaleza democrática.