¿Le interesa a la izquierda que haya un intenso debate interno en la derecha? ¿Sale beneficiada la derecha cuando ese debate se produce en la izquierda? La respuesta a las dos preguntas es sí, pero no por las razones en las que quizá esté pensando el lector (no, no sólo porque es muy tranquilizador que el rival sufra cortocircuitos internos) . La presumible defunción de la reforma de la ley del aborto antes de nacer es un buen ejemplo.
Según una información de El Mundo, el Gobierno «se inclina» por dejar morir el proyecto de Gallardón de restringir el derecho al aborto. Quizá la decisión definitiva no esté tomada, pero si va en esa línea, no debería sorprendernos. El Gobierno ha tenido muchos meses para presentar el proyecto de ley en el Congreso. Ya a finales del año pasado, se dijo que era cuestión de tiempo, y no mucho, sin que hasta ahora haya llegado a la Carrera de San Jerónimo.
La razón principal de ese retraso tiene que estar en el origen de la retirada. La reforma provocó considerables recelos dentro del PP, y del Gobierno, cuando no una completa oposición. Había razones ideológicas (no todos los dirigentes del PP son ‘cristianos renacidos’ como el ministro de Justicia) y tácticas para marcar distancias con un proyecto que en la práctica acababa con un derecho o planteaba todo tipo de obstáculos a la interrupción del embarazo en caso de malformación del feto.
Tanto Pedro Sánchez como grupos de izquierda han alardeado de que esta derrota de Gallardón ha sido posible gracias a su intervención, la oposición del PSOE a pactar la reforma o la movilización en la calle. Ambos factores han sido muy importantes, porque ambos inciden en la segunda razón por la que dirigentes del PP estaban en contra de la guerra santa de Gallardón. Antes de unas elecciones complicadas, nunca es inteligente conceder al rival malherido una bandera que sirva para movilizar a sus seguidores.
A menos que pensemos que el PP se muestra sinceramente implicado en la defensa de los derechos de la mujer tal y como los entienden los grupos feministas (respuesta rápida: no) y por tanto es sensible a las críticas que recibe desde ese campo, hay que suponer que la reforma no llegará a buen puerto por las discordias internas que provoca, y no por otras razones.
Y es ahí donde importa valorar los efectos del debate interno de los partido sobre asuntos especialmente relevantes y su capacidad para que la gente pueda mantener su confianza en las instituciones democráticas. La disciplina de voto entendida como la negativa a aceptar discusiones en público sobre proyectos del Gobierno y el cierre de filas en caso de polémicas hacen de la política española un erial en términos de responsabilidad y rendición de cuentas. El Gobierno se convierte en el único eje de la actividad política, y el Parlamento se queda con la función de dar salida a las leyes en medio de ovaciones enfervorizadas (no olviden que en el Senado los representantes del PP aplauden a Rajoy cuando entra en el hemiciclo sin necesidad de que abra la boca). Sólo faltan las cheerleaders y la banda en los escaños.
Cuando esa discusión interna existe, cabe la posibilidad de que no siempre el aparato imponga sus deseos, que no todo se reduzca a que un ministro endose su proyecto favorito a un presidente absentista, mientras la vicepresidenta hace lo posible fuera de cámara para que no salga adelante en la forma en que llegó a su mesa. Otros dirigentes pueden mostrar en público su discrepancia (con más cuidado y tacto, todo hay que decirlo, que el de los puercoespines cuando se aparean) y al final los que tienen que tomar la decisión final son más conscientes de los inconvenientes políticos y, sobre todo, electorales, de la medida.
El debate interno ayuda a los partidos a no confiar ciegamente en un líder como si fuera un mesías, que luego les llevará al hundimiento electoral (el caso de Zapatero en el PSOE) o a adoptar cambios estratégicos que hubieran sido imposibles no mucho tiempo atrás (la apuesta de IU por la confluencia con otras fuerzas de izquierda).
En democracia, es bueno que el líder, carismático o no, mire de vez en cuando por el retrovisor para ver si alguien le está siguiendo. Es peligroso no hacerlo hasta que llegue la campaña electoral, momento en que ya es demasiado tarde para preguntarse dónde está toda esa gente que te votó en las anteriores elecciones.