Rocío Monasterio llegó a la Asamblea de Madrid en la mañana del viernes tan contenta como si hubiera ganado las últimas elecciones autonómicas. Lucía una amplia sonrisa –ese no es un detalle tan relevante: sonríe cuando está contenta y cuando te clava un cuchillo con todas las ganas– y no ocultaba que Vox entra en una etapa ilusionante en la política de la comunidad. «Estamos encantados porque la señora Ayuso ha asumido muchas de nuestras ideas», dijo a los periodistas antes de que se iniciara la segunda jornada del debate de investidura. Comenzaba la legislatura con la sensación de que ya había ganado.
Durante el pleno, esa sensación se confirmó en el plano personal. Isabel Díaz Ayuso no tuvo ningún inconveniente en situarse del lado de Monasterio cuando la portavoz de Vox lanzó un ataque personal contra un diputado de Unidas Podemos. Serigne Mbayé reúne tres características que despiertan los peores instintos en la extrema derecha. Es negro, es inmigrante y trabajó como mantero. Fue suficiente para que Monasterio lo señalara como símbolo de todo lo que desprecia. «Es una persona que entró en nuestro país de forma ilegal saltándose la cola de entrada a muchos inmigrantes que estaban esperando y que habían cumplido todos los pasos, y que durante años se lucró vendiendo de forma ilegal a las puertas de los comercios y de esas pymes a las que ustedes suben los impuestos y la factura de la luz», dijo Monasterio.
Una persona que vendía cosas en la calle para poder comer se estaba lucrando, denunció la arquitecta que cometió en el pasado irregularidades que fueron cuestionadas por compañeros de profesión. ¿Arquitecta? Bueno, no exactamente, tampoco tenía el título en esa época.
Mbayé intervino por alusiones y reclamó a Monasterio que retirara «sus palabras racistas», porque «el racismo no cabe en esta Cámara». La portavoz de Vox se negó. «Ni en España ni en Madrid hay un problema racial alguno», respondió. Eso es lo que suelen decir los racistas por todo el mundo. Es su forma de intentar justificar que ellos no son racistas, porque el racismo no existe en su país.
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— Miguel Muñoz Ortega (@miguelmunozort) June 18, 2021
Los escaños de los tres partidos de izquierda se levantaron en protestas contra las palabras de Monasterio, en especial en su segunda intervención cuando siguió atacando a Mbayé. No iban a dejarlo pasar. La presidenta de la Asamblea, Eugenia Carballedo, las solventó con una tarjeta roja y tres amarillas. Vanessa Lillo fue expulsada del hemiciclo y otros fueron apercibidos con avisos. Carballedo ya estaba algo nerviosa, porque su jefa se había girado a ella en dos ocasiones en su primer discurso para reclamarle que obligara a callar a los diputados de la oposición.
Cuando le llegó su turno, Díaz Ayuso dejó claro a quién apoyaba. Mostró toda su solidaridad hacia la agresora. «Me ha abochornado que traten a su partido y a su portavoz –por Monasterio– de esta manera». Tampoco parecía muy contenta con Carballedo, a la que ha sacado del Gobierno para otorgarle el premio de consolación de la presidencia del legislativo. Para Ayuso, Vox es mucho mejor que Bildu –por si es necesario recordarlo, Bildu no tiene representación en la Cámara madrileña– y ambos están «en mundos totalmente diferentes».
Desde un punto de vista muy alejado de la política, el escritor Fernando Aramburu recordó que muchos españoles estuvieron décadas atrás en la misma situación que Serigne Mbayé.
Escucho con tristeza las palabras de una representante pública que cita expresamente a un político rival venido de África. ¿Cómo vino? Como pudo. ¿De qué vivió? De lo que pudo. Conozco docenas de historias apenas distintas de emigrantes españoles en Alemania. Respetémonos.
— Fernando Aramburu (@FernandoArambur) June 18, 2021
A Díaz Ayuso le encanta Rocío Monasterio. Son dos almas gemelas. Le gusta que la portavoz de Vox dedique un espacio reducido a sus ideas y otro mucho mayor a provocar a la izquierda. Cuando parecía que varios diputados de la oposición podían terminar siendo expulsados, Monasterio casi estaba al borde del éxtasis. «Saqué a Iglesias de la SER y como siga así saco a toda la izquierda de la Asamblea», comentó, una vez más con una amplia sonrisa. Como en la fábula del escorpión y la rana, está en su naturaleza.
Como todo candidato que ha ganado con claridad unas elecciones y se prepara para ser elegido, se trataba de una sesión placentera para Díaz Ayuso. Casi un trámite que hay que pasar para cumplir con las leyes. Tenía garantizado el apoyo de Vox sin dar nada a cambio. Monasterio reclamó en el pleno la abolición de todas las normas autonómicas contra la violencia de género y el cierre de Telemadrid. Es poco probable que consiga alguna de las dos cosas. Pero ya se había visto antes del pleno que estaba muy satisfecha con el discurso de Ayuso del jueves, con lo que la relación entre PP y Vox irá como una seda.
Aunque lo tuviera todo hecho, Ayuso no podía dejar de ser ella misma. A lo largo de todo el pleno, nunca se dignó a mirar a los portavoces que intervenían. Tenía la vista puesta en los papeles, escribía, se supone que sobre lo que estaba escuchando para preparar su réplica, y de vez en cuando hablaba con el consejero Enrique Ossorio, sentado a su lado. Escribía tanto que parecía que tiene una colaboración con algún medio y debía escribir una crónica sobre la sesión. Vale que Ayuso trabajó unos pocos años como periodista, pero negarse a dirigir la mirada a los demás portavoces parecía una falta de respeto. Cuando alguna diputada le hacía una pregunta directa, ni se inmutaba. Seguía ahí apuntando frases o lo que fuera que estuviera escribiendo.
«No puede pedirnos respeto si no nos mira», le dijo la socialista Hana Jalloul. También le pidió que se dirigiera a ellas por su apellido. Ni siquiera eso le concedió Ayuso, que la llamó varias veces «la portavoz de Sánchez en Madrid».
La presidenta reelegida con los votos del PP y Vox casi no habló de la pandemia en los dos días del debate. Lo más relevante que dijo fue negar que se vayan a cerrar centros de Atención Primaria, donde ahora muchos madrileños deben esperar catorce días para pedir consulta. La nueva líder de la oposición, Mónica García, de Más Madrid, se lo reprochó destacando que ni siquiera mencionó una estadística positiva. El jueves fue el primer día en que sólo hubo un fallecido en la Comunidad de Madrid. «Su silencio sobre la pandemia ayer es una enmienda a la totalidad a su política», dijo.
García sí quería hablar de la pandemia y de las acusaciones de «superioridad moral» que a Ayuso le gusta usar contra la izquierda. «Usted abandonó a los ancianos en las residencias. No como en el resto de comunidades. Aquí se les prohibió ir a los hospitales y no se les medicalizó. No es superioridad moral. Es sencillamente moral».
Al igual que en la anterior legislatura, el discurso de García se refirió en múltiples ocasiones a cuestiones concretas. Le funcionó bien entonces, como se vio en la campaña y en el resultado en las urnas. Sin embargo, Ayuso se mueve en otras coordenadas. Sus adversarios son el mal absoluto y no hay límites retóricos que acepte para afirmarlo. Definió el aborto como «el recurso fácil que pone la izquierda cuando algo les sobra». Ahí salió la auténtica Ayuso adjudicando a sus rivales políticos el nivel de maldad que los textos religiosos reservan para el demonio: «¿Que molesta? Eutanasia. ¿Que me molesta el bebé? Aborto».
La izquierda, matando ancianos y fetos como en una película gore. Con razón Monasterio está enamorada de la presidenta madrileña. Tienen dos años para regularizar su relación y que pase a ser algo más serio.