El fin de una forma de entender la monarquía

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Urdangarin, Botsuana, la salud quebrada, el símbolo de un régimen político en estado de aguda postración, la constatación de que muchas cosas están cambiando en España… Las cartas han ido cayendo en la misma posición y han ido eliminando las alternativas en la Jefatura del Estado. Mientras algunos periódicos cumplían su función de cortesanos al hacerse eco de encuestas fantasma de la Casa Real de las que sólo se sabía el titular interesado de que el monarca estaba recuperando su prestigio, la realidad se ha terminado imponiendo. Lo que no podía ocurrir ha ocurrido y el rey cede el puesto a su hijo.

Aún en el último discurso de Nochebuena los redactores del discurso del rey continuaban negando la evidencia. El rey defendió las virtudes del sistema político nacido de la Constitución porque hay gente que lo olvida «cuando se proclama una supuesta decadencia de nuestra sociedad y de nuestras instituciones». La decadencia de las instituciones se ha convertido casi en un lugar común en el lenguaje político. De alguna manera, el resultado de las elecciones europeas, con el hundimiento hasta el 49% del voto de los dos grandes partidos, era otra certificación de un hecho ineludible. La época del ‘aquí no pasa nada y si pasa, alguien se ocupará de ocultarlo’ ya ha tocado a su fin.

Una encuesta de enero en El Mundo, que iba en la línea de otros muchos sondeos, reflejaba la progresiva pérdida de reputación del rey y la idea de que la mayoría de la gente pensaba que esa situación era irreversible. Era una hemorragia incontenible cuyo origen no estaba sólo en los negocios sucios de Urdangarin.

La abdicación de Juan Carlos I es una aceptación de esa realidad y una defensa preventiva de la institución monárquica. El periodista que ha adelantado esta mañana la noticia, José Antonio Zarzalejo, llevaba tiempo reclamando esta decisión como única forma de que la monarquía sobreviva en España. En una conversación en 2013, lo dejó claro, pero además con la idea de que no se trataba sólo provocar un relevo en el trono, sino de cambiar una conducta institucional que se había quedado a años luz de la realidad del país: «Si no hay un debate sobre cómo tiene que ser la monarquía más allá del carisma que ha tenido don Juan Carlos», dijo el exdirector de ABC, «si aquí seguimos con el prietas las filas y seguimos haciendo de la monarquía un tabú, estamos abocados a que la monarquía colapse».

Está por ver que sean escuchados este tipo de consejos por los dos principales partidos del país, el resto de las instituciones y los medios de comunicación. Por lo visto en los últimos meses, se puede deducir que ese «prietas las filas» que denunciaba Zarzalejos ha continuado en vigor en la España oficial. La adulación sigue imponiéndose sobre el análisis en los grandes periódicos cuando hablan del rey y el príncipe. El Gobierno y el PSOE han insistido que la abdicación era una decisión personal del monarca, y no un asunto que merece un debate público. En otras palabras, una discusión en la que los ciudadanos de una sociedad democrática no tienen derecho a participar porque los poderes públicos se lo niegan en un gesto autoritario.

Es muy posible que la actual correlación de fuerzas en la política haga no ya improbable sino imposible un debate amplio entre la monarquía y la república (aunque muchísima gente en la calle hará lo posible para que eso no sea así). También es posible que la llegada del príncipe Felipe al trono provoque un aumento coyuntural del apoyo a la monarquía. Pero la decadencia de la institución no se puede examinar en el vacío, sino en el contexto de un régimen político (o sistema, o como se le quiera llamar) que da evidentes muestras de agonía.

Escucharemos estos días muchas declaraciones altisonantes sobre cómo el relevo se produce en la más estricta normalidad política e institucional.

Nada más lejos de la realidad, pero ya sabemos que si los protagonistas del sistema político tiene un problema actualmente es en su traumática relación con la realidad.

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