El «plan de paz» anunciado por la Casa Blanca es un digno colofón al llamado proceso de paz o proceso de Oslo que ha ocupado los titulares de los medios de comunicación desde los años 90. Podemos discutir sobre cuál fue el auténtico final de esas negociaciones, si el asesinato de Yitzhak Rabin o las conversaciones de Camp David en el final de la Administración de Clinton. Lo que es indudable es que lo ocurrido después nunca fue un proceso de paz, como insistíamos en llamarlo los periodistas.
Pero sí se le podía llamar proceso, porque contenía una serie de hechos, que no siempre iban en la misma dirección, cuyo desenlace sólo podía ser uno: la anexión de las zonas de territorio palestino que interesaban al Estado israelí y el establecimiento permanente de dos jurisdicciones en función del origen étnico de sus habitantes. Una para los judíos –con independencia de que vivan en Tel Aviv, Jerusalén o en un asentamiento situado a pocos kilómetros de Nablus o Ramala– con toda la protección militar o jurídica que puede ofrecer el Estado de Israel. Otra para los árabes, sin derecho a contar con sus propias fronteras, recursos naturales o activos económicos y sólo con la posibilidad de gobernar los asuntos municipales de sus ciudades. Si en un momento dado, alguien proponía llamarlo un ‘Estado’, estaba claro que no iba a tener las atribuciones que acompañan a ese término.
En la práctica, un único Estado desde el Mediterráneo hasta la frontera con Jordania, al que se puede denominar binacional, pero en el que sólo los israelíes –a los que hay que sumar los palestinos que viven desde 1948 dentro de las fronteras de Israel– cuentan con los derechos que los convierten en ciudadanos. Los palestinos carecen de esos derechos y pasan a ser unos vasallos o súbditos de un poder que no responde ante ellos. Pueden ser definidos como extranjeros en su propia tierra y quedan sometidos a unas leyes destinadas a mantenerlos en esa situación.
A su vuelta a Israel, Netanyahu anunció que este domingo hará que su Gobierno dicte la anexión unilateral del valle del Jordán y de todos los asentamientos judíos en Cisjordania (es posible que la complejidad a la hora de identificar con exactitud la extensión de esos asentamientos haga que se retrase la medida). El mismo paso que se dio en 1980 y 1981 con Jerusalén Este y el Golán.
El plan es muy concreto a la hora de imponer la superioridad de los israelíes sobre los palestinos en la actual Cisjordania. En relación a las localidades palestinas «situadas dentro del continuo Estado israelí» (es decir, rodeadas por esos asentamientos que serán anexionados por Israel) y que supuestamente formarán parte del Estado palestino: «Tales enclaves y las rutas de acceso estarán sujetas a la responsabilidad de la seguridad israelí». Al igual que ahora, el Ejército intervendrá en esas zonas siempre que sea necesario. Lo mismo en el caso de asentamientos rodeados por localidades palestinas. En ese caso, se utiliza la misma frase.
Se llega al extremo de plantear como «posibilidad» de que diez localidades árabes que se encuentran dentro de las fronteras del Estado de Israel pasen a formar parte de un Estado palestino. Es lo que podríamos llamar el sueño húmedo de la ultraderecha israelí desde hace décadas: deshacerse de las comunidades donde viven los que allí se denominan «árabes israelíes». La idea contaba con un término eufemístico («transferencia») para intentar desmentir las acusaciones de promover la limpieza étnica que recibían sus promotores, también dentro de Israel. Esa «transferencia» forzada de la población, que no hay que olvidar que se produjo en la guerra de 1948, es considerada ilegal por la Cuarta Convención de Ginebra. «No habrá otra Nakba», ha dicho el alcalde de Taibé, una de esas localidades.
El proyecto al que en un exceso de humor macabro se le llamó en la Casa Blanca el «acuerdo del siglo» es la última medida impuesta por Donald Trump para acelerar esa situación dando cobertura política desde Washington al proyecto que décadas atrás defendían en público y sin ambigüedad la ultraderecha israelí y el movimiento de los colonos y que acabó siendo el plan no tan secreto del Likud y sus aliados bajo el mandato de Binyamín Netanyahu.
Hay una ironía no buscada. Los mapas que los políticos palestinos y los pacifistas israelíes mostraron durante años para denunciar el proceso de usurpación de sus derechos terminaron siendo los mismos que la Casa Blanca mostró en la presentación del plan con la intención de defender sus virtudes.
La posible implantación de una serie de enclaves palestinos aislados y sin continuidad geográfica a causa de la presencia de los asentamientos fue comparada hace tiempo con los bantustanes que el régimen racista de Suráfrica ofrecía a la población negra para que ejerciera en ellos su ‘autogobierno’. La comparación resultaba molesta para mucha gente, al igual que el uso del término apartheid, pero ahora resulta casi obligada, porque los efectos son los mismos.
Things we learned in school, under apartheid, about a «state minus» pic.twitter.com/WUGIiWEv5A
— Nicholas Dawes (@NicDawes) January 28, 2020