Las imágenes son insoportables. Una turba enfurecida golpea a una mujer hasta matarla en Kabul, y no se detiene ahí. Ocurrió en marzo y ahora el NYT ofrece la historia completa, la de su asesinato y el proceso judicial posterior, a lo que une un vídeo con imágenes del momento del linchamiento. Porque muchos de los testigos se ocuparon de grabar los hechos con sus móviles. Nadie intervino para salvar a la mujer, excepto algunos policías en un intento fracasado de subirla al tejado de una caseta. Otros agentes contemplaron el crimen sin moverse.
La historia no sería más aceptable si la víctima hubiera cometido algún delito. Pero lo que hizo Farkhunda Malikzada, una estudiante de 27 años, fue denunciar que alguien se dedicaba a vender amuletos en un santuario religioso de la capital de Afganistán. El responsable salió a la calle y la acusó en público de haber quemado un Corán.
Farkhunda había metido algunos de esos amuletos en un cubo y les había prendido fuego (algunos de ellos son poco más que inscripciones hechas en un papel que se supone que dan buena suerte en aquello que busca la persona que los compra). Según la comisión de investigación puesta en marcha por el Gobierno, el custodio del santuario metió en el cubo páginas de un Corán quemado hace tiempo, y eso fue lo que enseñó a la gente en la calle.
Alguno se preguntará cómo esa persona podía tener en su poder páginas quemadas del libro sagrado para los musulmanes. No es extraño que en una mezquita o centro religioso se guarden en una habitación restos de coranes viejos y rotos. Lo que no está permitido es tirarlos a la basura.
El custodio echó a la gente contra la mujer porque lo más probable es que el «adivino» y él tuvieran un trato para que el primero vendiera esos amuletos, y también condones y pastillas de Viagra, como se supo después.
El artículo se pregunta para qué sirvió el programa con el que EEUU intentó reformar desde la raíz el sistema de justicia afgano con un presupuesto cercano a los mil millones de dólares. Formar policías, jueces y abogados en los principios con que se practica la justicia en los países occidentales parecía una tarea difícil, pero que merecía la pena afrontar, entre otras cosas para mejorar la protección de los derechos de la mujer o de las minorías. Pero la idea de que se puede implantar una idea de justicia extraña a un país que lleva siglos resistiéndose a ella frente a todo tipo de invasores extranjeros es casi una quimera.
Farkhunda no fue asesinada en una zona controlada por los talibanes ni el crimen fue cometido por un grupo yihadista. Se produjo en la capital del país, a plena luz del día y frente a decenas de policías. Los asesinos, las personas que les jalearon y los que no hicieron nada para detenerlos eran habitantes de Kabul.
Crímenes tan horrendos como estos ocurren también en India y Pakistán, donde los códigos tradicionales de justicia conviven con un sistema legal mucho más desarrollado que el afgano. Y esos códigos son en muchas ocasiones una forma más directa y justa de castigar los delitos que lo habitual en un sistema de justicia corrompido en el que sobornar al juez y la policía es la salida siempre disponible para los que tienen dinero, no para los más pobres. Lo que ocurre también es que las víctimas son a menudo las mujeres, en especial cuando quedan impunes los crímenes que ellas sufren, y que el sistema en sí se ocupa de perpetuar una concepción de las conductas sociales y familiares por la que la mujer es propiedad de sus parientes masculinos.
La fotografía, que aparece en el artículo del NYT, de las mujeres llevando a hombros el ataúd con los restos de la chica, algo que no se suele permitir en un país como Afganistán, es una respuesta posible, la de la movilización para obligar al Gobierno a que haga algo para castigar a los culpables e impedir que algo así vuelva a ocurrir. Cambiar conductas que se prolongan durante siglos es una tarea mucho más difícil.
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El montaje del NYT recopila varios de los vídeos que se grabaron ese día, que también sirvieron para identificar a algunos de los culpables, pero no a todos. Las imágenes son de una violencia extrema.