Si en los documentales de National Geographic o de David Attenborough en BBC se ocuparan de la corrupción, podrían catalogar las especies estudiadas en tres tipos de políticos en función de sus reacciones al verse obligados a dimitir: el mártir, el inocente y el valiente. De los dos primeros tendrían múltiples imágenes para el montaje del programa.
El mártir es el tipo que se sacrifica con una generosidad inaudita para favorecer intereses más altos. «Me voy para que el ruido de esa jauría no rompa el proyecto de Pedro Sánchez», dijo Màxim Huerta tras menos de una semana de ministro de Cultura. «Es parte del precio de haber mantenido tolerancia cero contra la corrupción», alegó Cristina Cifuentes, que se presentó como la víctima después de caer por su máster obtenido de forma fraudulenta. «Doy el paso atrás para que la izquierda no gobierne», afirmó, supuestamente como servicio al partido.
Es una idea calcada a la que se escuchó a Francisco Camps. «Voluntariamente ofrezco mi sacrificio para que Mariano Rajoy sea el próximo presidente del Gobierno», anunció en 2011. Camps se había inmolado por Rajoy, por el PP y por España («para que España sea esa gran nación que los españoles queremos»). El combo completo.
El inocente también se puede detectar con facilidad en la jungla de la política. Es el que no ha hecho nada reprobable, ni por acción ni por omisión. « He sido transparente y honesta. No he cometido ninguna irregularidad. Lo he defendido con toda convicción y la conciencia muy tranquila», argumentó la ya exministra de Sanidad, Carmen Montón, con otro máster conseguido gracias a los privilegios que concedía la Universidad Rey Juan Carlos. Ella ni siquiera tenía claro dónde se celebraban las clases. Pero dijo que fue honesta.
«En ningún caso yo he recibido ningún regalo», dijo Pablo Casado sobre otro máster sospechosamente fácil de conseguir. «Hice lo que se me pidió. No me pareció extraño. Si hubo algo que no estaba bien, lo desconozco». Inocente y también víctima, porque si hubo chanchullos, él no se enteró de nada. Sí recuerda que recibió el título.
La especie menos frecuente
Con numerosos testimonios en las categorías de mártir e inocente, habría que pasar a la tercera, la del valiente, la persona honesta que reconoce que cometió un error o que hubo irregularidades que debería haber detectado. Y que incluso pide disculpas. David Attenborough tendría que hacer mucho trabajo de campo para descubrir imágenes de esa especie en España. Es posible que tuviera que alertarnos y catalogarla como especie en vías de extinción.
En España, muchos piensan que los políticos no dimiten y sólo lo hacen cuando la situación es ya insostenible. Que no asumen la responsabilidad por sus errores. Lo cierto es que las búsquedas en internet en 2012 y 2013 arrojaban múltiples resultados de esa indignación muy presente entre los ciudadanos. El chiste «Dimitir no es un nombre ruso» apareció hasta en una pintada.
A partir de 2014, las cosas comenzaron a ser diferentes. Para empezar, dimitió el rey Juan Carlos. Con los monarcas es otro nivel y se le llama abdicación. Por corrupción, errores políticos graves, responsabilidad en el nombramiento de altos cargos corruptos o derrotas electorales, los políticos renunciaban a sus puestos con una frecuencia desconocida hasta entonces.
Sin embargo, la gente no termina de creérselo. «Sigue instalada la idea de que en España no se dimite cuando se debe y de que hay una resistencia muy alta entre los políticos a asumir la responsabilidad de errores graves», explica a eldiario.es Antoni Gutiérrez-Rubí, consultor político y director de la empresa Ideograma. No es porque los ciudadanos no se enteren de las dimisiones, sino por una crisis de confianza que va más allá de la lucha contra la corrupción. La desconfianza general hacia los políticos y sus partidos está detrás de esa actitud. «Estos diez años de crisis económica y social se han llevado por delante la capacidad de la política de ordenar el interés general», dice Gutiérrez-Rubí. Y eso ha tenido un precio.
Una pérdida de credibilidad
Lo que se llama desafección de forma eufemística es algo mucho más grave. Revela una profunda pérdida de credibilidad de los políticos, porque no están haciendo su trabajo, y eso se torna en ira en los casos de corrupción.
«La desconfianza en la política desgraciadamente está fundamentada», dice Adela Cortina, catedrática de Ética y autora de numerosos libros sobre la relación entre ética y política. Cortina va más allá del valor de las dimisiones, porque considera que hay una carencia más profunda y de repercusiones más preocupantes: «La responsabilidad política consiste en tratar los problemas fundamentales de la sociedad y encontrar soluciones. Vivimos en lo que llamaría democracias electoralistas, que están perpetuamente en campaña electoral y en las que los políticos se agreden de forma continua y no se ocupan de los problemas de la gente».
Con respecto a los últimos acontecimientos sobre tesis y másters obtenidos con favores, Cortina ha observado «un juego constante de descalificaciones y agresiones mutuas sin que haya propuestas constructivas». En su opinión, eso hace que la opinión pública «se pueda sentir desmoralizada, porque cree que está en un país mucho más inmoral de lo que es».
Cortina no resta importancia a la transgresión de leyes o a conductas corruptas, pero tiene claro que los ciudadanos tienen como prioridad buscar soluciones a los problemas que les afectan, y se refiere en concreto a la lucha contra la pobreza o a ese «precariado insultante» al que están sometidos muchos trabajadores. Las agresiones entre políticos no servirán de nada a la hora de afrontar esos problemas.
Los políticos no hacen su trabajo
José Juan Toharia, catedrático y presidente de Metroscopia, tiene un ejemplo respaldado por muchas encuestas sobre esa frustración popular con los partidos: su incapacidad de pactar, especialmente ahora que no hay partidos en condiciones de alcanzar la mayoría absoluta. «Con la aparición de nuevos partidos, los sondeos destacan que los ciudadanos hasta en un 66% prefieren un sistema multipartidista a uno bipartidista». Lo primero exige acuerdos para que haya mayorías que puedan gobernar. La resistencia de los partidos a hacerlo merma su prestigio: «Cuando un partido llega a un acuerdo, preguntas en las encuestas si lo consideran sentido de responsabilidad o traición a las ideas propias, y en torno a un 60% dice lo primero. Sondeo tras sondeo, la gente quiere que los políticos pacten».
Sobre corrupción y dimisiones, Toharia destaca que el sistema político español tiene carencias en comparación con otros países. «Los políticos se acogen aquí al sofisma de que mientras no haya condena jurídica no hay responsabilidad política. En otros países basta una conducta impropia para exigir la dimisión». Allí sucede que un error grave no impide que años después esa persona que ha dimitido vuelva a la política, explica Toharia. «En otros países se puede volver, porque no hay una condena eterna. Aquí saben que salir es la muerte definitiva, y por eso se agarran todo lo posible al cargo».
Hay políticos que renuncian a un cargo, pero no al poder que ostentan. José Manuel Soria dimitió como ministro de Industria, no porque las empresas de su familia hubieran tenido cuentas en paraísos fiscales, sino por mentir sobre ello. Aún controla buena parte del PP de Canarias. Su poder quedó reflejado en el voto de los delegados de su comunidad en el último congreso del PP. Soria quería que Sáenz de Santamaría fuera derrotada porque la consideraba responsable de haber forzado su caída y por tanto la victoria de Casado fue recibida por él como un triunfo personal.
Cómo te vas es un factor casi tan importante como el hecho de dejar la política. Gutiérrez-Rubí destaca que a veces lo peor son las explicaciones. Hay una forma ética de presentar la dimisión que pasa por reconocer el error. «Lo que ocurre es que los dimisionarios se presentan como víctimas. Si no has hecho nada malo, ¿por qué dimites? Tiene que llevar aparejada una contricción, sobre todo en la política. Has traicionado la confianza de la gente», argumenta.
Pone como ejemplo a los países anglosajones en los que es frecuente ver pedir disculpas a los que dimiten. «Aquí no me parece que eso ocurra».
El diputado Odón Elorza fue uno de los pocos socialistas que se atrevió a opinar sobre la dimisión de Montón resaltando lo importante que es saber despedirse. Incidió en algo que los políticos olvidan con frecuencia: «El ejercicio de dimitir tiene un gran valor ético cuando es voluntario y se hace a tiempo. Cuando es forzado por otros te deja muy mal cuerpo y resta confianza al Gobierno y al partido».
Adela Cortina, que ha trabajado como profesora en el extranjero, también explica que «en países con tradiciones protestantes hay una tendencia a exigir responsabilidades más rápidamente». Sí aprecia una mejora en nuestro país: «En España eso ha cambiado mucho afortunadamente. Ha habido un aumento de la transparencia. La exigencia ahora está al nivel de otros países europeos». Con una salvedad. Tiene que haber un límite en el castigo: «La vergüenza pública me resulta desagradable. Todo lo que sean linchamientos públicos me parece más propio de países totalitarios».
¿Por qué existe en España la idea de que la corrupción sale gratis cuando hay ya ejemplos de tantas dimisiones por ese motivo y otros? «Lo que propicia la sensación de que no se castiga la corrupción es el factor de la lentitud de la justicia», dice Toharia.
A mucha gente le sorprenderá saber que la justicia británica o la italiana son tan lentas como la española. Sólo los regímenes autoritarios pueden presumir de celeridad, pero no de justicia. Sobre este asunto, Toharia recurre a los sondeos para explicar que la gente cree que los partidos tienen más interés en controlar la justicia que en solucionar los problemas que tenga, como el de la falta de medios: «Piensan que a la justicia se le intenta presionar de forma constante».
La responsabilidad de los periodistas
Las instituciones deberían tener instrumentos para autovigilarse. Está claro que la universidad no cree necesario contar con ellos. En los casos de expedientes académicos fraudulentos, no se habría producido ninguna dimisión si no hubiera sido por el trabajo de los medios de comunicación. «Cada vez que hay un caso de vigilancia hecha por los medios, eso hace que el listón de la moralidad pública sea más alto», dice Gutiérrez-Rubí.
Cortina valora como impresionante el trabajo de los medios en muchos aspectos, pero no oculta que le preocupan los efectos de la saturación, en concreto cuando las tertulias televisivas repiten una y otra vez el mismo tema: «Todo ese empecinamiento de hablar hasta la saciedad tiene que ver también con mantener la audiencia. Pediría a los medios que si el tema se judicializa, dejen que sean los tribunales los que lo resuelvan y vuelvan a hablar de los problemas fundamentales de la sociedad».
Aun así, la exigencia desde los medios, o en algunos casos de algunos medios, de hacer algo al respecto es bien recibida en general. «Los periodistas tienen una credibilidad mucho más alta que los políticos en los sondeos», explica Toharia. «Son los que dan la alerta cuando algo malo ocurre». Cuenta que los periodistas están en la mitad de la tabla de las profesiones por su valoración social: «Los políticos salen los últimos, junto a las entidades financieras y los obispos».
Por impactante que sea, la dimisión no es el final del problema sobre la limpieza de la política. No es la solución si hablamos de problemas estructurales de la sociedad. La realidad es que los políticos no solventarán sus problemas de credibilidad con más dimisiones, aunque eso mantenga muy ocupados a periodistas y jueces. La sociedad aspira a que su voto sirva para solucionar cuestiones gravísimas que castigan a su vida cotidiana, y no están viendo que eso ocurra. El problema de los políticos empieza ahí.
Publicado en eldiario.es