A pesar de la estrecha relación entre Israel y EEUU en las últimas décadas, el giro nacionalista de la política israelí y el poder con el que cuentan los partidos ultranacionalistas en los gobiernos de coalición han hecho que el modelo exterior con el que se puede comparar al país se haya orientado hacia el Este. Si hay ahora un Estado al que se puede comparar con Israel ese es Rusia, o por concretar algo más el Gobierno ruso de Putin.
En ambos casos, en Israel desde hace mucho tiempo, el lenguaje del poder no deja lugar a dudas sobre la preponderancia del complejo militar-industrial en las prioridades presupuestarias nacionales. Tampoco sobre las numerosas amenazas exteriores, reales o simuladas, ante las que una de las principales herramientas es el fortalecimiento del espíritu nacional. Las minorías disidentes son tratadas como cómplices del enemigo exterior; en el peor de los casos, traidores que deben ser vigilados de cerca. Las leyes se utilizan para frenarlos, y donde no llegan estas aparece la presión de la opinión pública convenientemente orientada al respecto. La mayoría de los medios de comunicación colaboran con estos mensajes que deslegitiman a aquellos que se atreven a desafiar el discurso oficial.
El Parlamento israelí discute en estos momentos un proyecto de ley que pretende poner coto a la perniciosa influencia de las ONG extranjeras. La clave es impedir que su dinero llegue a Israel. A diferencia de Rusia, las ONG israelíes son muy activas en la denuncia de las violaciones de derechos humanos en los territorios palestinos. Al menos, reciben más atención en los medios internacionales. La intención de esa nueva ley es obligar a las ONG a hacer públicas las donaciones que reciben del exterior, además de una serie de condicionantes que pasan por ejemplo por obligar a sus representantes a llevar un distintivo que les identifique cuando se encuentren en un edificio oficial, por ejemplo el Parlamento.
Esas ONG llevan muchos años sufriendo el acoso de grupos ultranacionalistas, algunos de los cuales forman parte ahora del Gobierno de coalición que preside Netanyahu. El siguiente paso es que esa presión se ejecute con el peso de la ley.
En Rusia, los medios partidarios de Putin sostienen que esas ONG forman parte de una conspiración internacional dirigida desde Washington para socavar la influencia de Rusia. En el caso de Israel, el punto de mira está más en los países europeos. Eso no significa que el dinero que reciben de EEUU sea contemplado con menos rechazo. Lo que importa no es tanto de dónde viene el dinero, sino quién lo recibe. Los asentamientos judíos en los territorios palestinos, y los grupos que los apoyan, reciben una amplia financiación de fuentes privadas norteamericanos, pero el proyecto de ley no les afecta. No es a ellos a quien hay que deslegitimar. Está dirigido estrictamente contra las ONG y grupos pacifistas que reclaman la solución de dos estados o denuncian los excesos del Ejército y las fuerzas de seguridad.
En London Review of Books, Adam Shatz explica en qué consiste la «putinización» de Israel: «Los políticos israelíes no esconden su admiración por Putin, un líder duro y sin piedad cuya determinación, y preferencia por las soluciones militares, contrasta con claridad con las cautelas e indecisión de Barack Obama. A ojos israelíes, Putin muestra una atractiva indiferencia hacia los derechos humanos. Mientras las relaciones con el Gobierno de Obama se han enfriado, en especial tras el acuerdo nuclear con Irán que Netanyahu intentó tumbar por todos los medios, Israel ha dirigido su atención de forma creciente hacia Rusia, además de hacia China, de los que recibe ahora más importaciones que de EEUU».
El aislamiento internacional que supone esta política no preocupa en Israel, como tampoco alarma en Egipto o Turquía. El mensaje nacionalista obliga a buscar enemigos exteriores, de los que siempre hay donde elegir. En los tiempos de Obama, israelíes, egipcios y turcos han descubierto las ventajas de incluir a Washington entre los responsables de ese complot exterior, lo que por otro lado no les impide seguir recibiendo fondos norteamericanos y al consideración debida a los aliados. En eso, es cierto que Putin lo tiene más difícil.