En su libro ‘Fall Out’, el periodista Tim Shipman cita los comentarios de algunos dirigentes del Partido Conservador tras las elecciones en las que perdieron la mayoría absoluta que son muy apropiados en el glorioso caos que vive ahora el Gobierno británico. «El Brexit será como la Revolución Francesa. Irá acabando con la gente hasta que todos estén muertos. Y al final volveremos a elegir al rey», dijo uno de ellos.
Para simbolizar la división internada causada por el Brexit, un diputado se refirió a las ‘Leyes del Maíz’ (los aranceles impuestos para mantener alto el precio de los cereales fueron anulados por un Gobierno tory en la primera mitad del siglo XIX en una decisión impopular que inició la apuesta británica por el libre comercio): «El escenario del Armagedón (catastrófico) será parecido a las ‘Las Leyes del Maíz’. Salvaremos al país, pero destruiremos al Partido Conservador», dijo un diputado.
Sobre esto último, lo primero no está muy claro, pero lo segundo sí. La sucesión de dimisiones y la sesión parlamentaria del jueves, que revelan un profundo rechazo al acuerdo provisional al que ha llegado Theresa May con la Comisión Europea, han vuelto a dejar patente que los tories no saben cómo sacar al país de la Unión Europea sin destruirse a sí mismos. Pero puede ocurrir, como decía el símil de la Revolución Francesa, que May sobreviva porque el escenario donde se encuentran sus rivales internos ha quedado regado de cadáveres.
Las alternativas más probables en estos momentos hacen pensar en un desenlace que prolongará la incertidumbre y la parálisis. En estos momentos, no hay en la Cámara de los Comunes votos suficientes para aprobar el pacto de May con Bruselas. Al mismo tiempo, los tories rebeldes no parecen contar con el apoyo necesario para descabalgar a la primera ministra de la dirección del partido.
May avisó en su discurso de la noche del miércoles que las opciones se reducen a tres: su acuerdo con la Comisión, salir de la UE sin ningún acuerdo con Bruselas o que sencillamente no haya Brexit. La segunda alternativa es la más probable. Los unionistas del Ulster, que dan a los tories la mayoría absoluta en la Cámara, rechazan la propuesta de May. Jeremy Corbyn ha dicho que no colma las exigencias de los laboristas. El número no muy alto de diputados laboristas partidarios del Brexit que podrían votar a favor no es suficiente para compensar las fugas que se producirán en el grupo parlamentario conservador.
La primera ministra dio una imagen de seguridad en el pleno de jueves que no ha sido muy frecuente en esta legislatura. Aguantó lo indecible. En los primeros 57 minutos de una sesión que duró tres horas, no recibió el apoyo claro de ningún diputado conservador. Por la mañana, tuvo que encajar la dimisión de cuatro miembros del Gobierno, dos ministros y dos viceministros. Por la noche, se reunió con una ministra de la que se decía que era una dimisión segura, pero aparentemente logró convencerla de que no la abandonara.
El día anterior, había conseguido el apoyo de su Gobierno. Fue un paso adelante que quedó un tanto deslucido al saberse que al menos diez de los 29 ministros reunidos habían expresado serias críticas al pacto.
Lo único que puede salvar a May es que los partidarios de cortar amarras con la UE de forma radical admitan que lo que les ofrecen ahora es el único tipo de Brexit al que pueden aspirar. Para ellos, supone tragar lo indecible. Para mantener el acceso a los mercados europeos durante un periodo de transición que podría prolongarse muchos años, deben aceptar la jurisdicción del Tribunal Europeo de Justicia, algo que May había rechazado siempre. La primera ministra ha tenido que rendirse a la evidencia. Ellos, aún no.
Recuperar el control del país fue uno de los eslóganes más efectivos de la campaña del referéndum del Brexit. El acuerdo –por muy preliminar que le llaman, tiene todo el aspecto de que durará mucho tiempo– pone fin a esa ficción. El Reino Unido quedaría fuera de la UE, pero condicionado por las leyes comunitarias y sin poder para influir en ellas.
Las relaciones con la UE han dividido y torturado al Partido Conservador desde finales de los años 80. Treinta años después, el partido no ha sabido encontrar una posición común sobre el tema y sólo le salvaba el hecho de que la mayoría no se atrevía a tomar la decisión dramática de convocar el referéndum.
Todo eso cambió cuando los tories consiguieron de forma sorprendente la victoria por mayoría absoluta en las elecciones de 2015. David Cameron se quedó sin la posibilidad de repetir el Gobierno de coalición con los liberales demócratas y sin excusas para incumplir su promesa de permitir el referéndum.
Además, los euroescépticos de UKIP ya rozaban los cuatro millones de votos (12,6% en 2015, un 26% antes en las europeas de 2014) y eran ya una amenaza real por la derecha.
El referéndum concedió el Brexit, pero no había un plan B sobre cómo llevarlo a cabo. Nadie lo había preparado, porque Cameron daba por hecho que el ‘no’ a la UE no iba a ganar y los partidarios del Brexit no habían dedicado ni cinco minutos a pensar en ello. De hecho, su mensaje indicaba que no era necesario. Se basaba en una fantasía: la UE se vería obligada a conceder todo lo que pidiera Londres y después el Reino Unido conseguiría en un tiempo récord firmar acuerdos comerciales con todos los países del mundo. Las dos premisas eran completamente falsas.
En la famosa cena de Downing Street de Theresa May con el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, la primera ministra planteó que debían comprometerse a conseguir que el Brexit fuera «un éxito». Un perplejo Juncker le recordó que eso era imposible, porque las dos partes saldrían perdiendo. No había forma de evitar eso. Cuando May dijo que estaba segura de que podrían concluir con rapidez un acuerdo de libre comercio con la UE, Juncker sacó una copia del acuerdo firmado con Canadá. Eran 2.000 páginas que habían necesitado una negociación a lo largo de casi diez años.
A lo largo de esta legislatura, May pareció más muerta que viva en varias ocasiones. En primer lugar, cuando convocó elecciones para blindarse con una mayoría más amplia en el Parlamento y sólo consiguió perderla. «Nada ha cambiado», dijo después. Una viñeta de The Times puso a May dentro de un ataúd con esas mismas palabra saliendo de su interior.
Después, con el incendio de la torre Grenfell. Luego en el congreso anual, donde dio un discurso penoso al perder la voz. Más tarde, cuando reunió a los ministros en la residencia de Chequers y ofreció un Brexit pragmático que decepcionó al sector del partido más euroescéptico. Fue perdiendo ministros por el camino a una velocidad nunca vista. Este jueves, dimitió su segundo ministro del Brexit, el miembro del Gabinete que en teoría debía dirigir las negociaciones.
La ha salvado que no ha habido al otro lado un diputado tory de peso que se haya atrevido a apostar su carrera política con un desafío cuya victoria no estaba garantizada. Los dirigentes que habían prometido un Brexit tan profundo como indoloro no contaban con la credibilidad suficiente en el grupo parlamentario para asegurar la victoria.
Ahora, los diputados más enfurecidos necesitan 48 firmas de diputados, un 15% del total, para promover una moción de censura interna. Pero en esa votación sólo pueden derrotarla con 159 votos, y muchos de ellos saben que esa cifra puede estar lejos de sus posibilidades.
Cambiar de primer ministro en estos momentos sería una opción suicida que pagarían en las próximas elecciones. Otro líder tory con un programa más radical no tendría ninguna posibilidad de alcanzar un acuerdo con Bruselas y el país se vería abocado a salir de la UE sin ningún tipo de acuerdo o periodo de transición, una opción que muchos consideran desastrosa para la economía, al menos a corto plazo. Otra forma de asegurarse la derrota en las urnas.
Desde el primer minuto posterior al referéndum del Brexit, el Reino Unido ha ido caminando lentamente y con paso seguro hacia el borde de los acantilados de Dover. Pocos pensaban que se atrevería a dar el salto final y precipitarse al vacío. Ahora está más cerca que nunca.