El tiempo está de nuestro lado es la idea constantemente utilizada a lo largo de la historia con la que los promotores de las guerras convencen a críticos y escépticos sobre las ventajas de su estrategia. No importa que la fase inicial del conflicto haya sido un fracaso o que el enemigo no se haya desmoronado como se preveía. Sólo hay que esperar. El tiempo juega contra el enemigo. Por eso, no es una sorpresa que el Kremlin haya encajado su incapacidad para cumplir sus objetivos militares con la promesa de que sólo hay que tener paciencia.
Vladímir Putin estaba convencido de que la invasión de Ucrania se completaría en cuestión de días y que la mayoría de los ucranianos recibiría satisfecha a las tropas rusas en varias zonas del país. Pensaba que el Ejército ucraniano no daría la talla, como ocurrió en 2014. Daba por hecho que el mundo occidental no se pondría de acuerdo sobre una estrategia de respuesta por la dependencia del gas y petróleo rusos en países como Alemania. La invasión era una carta dramática que muchos altos cargos rusos no pensaban que se produciría, pero Putin estaba seguro de que había llegado el momento de poner fin para siempre al acercamiento de Kiev a la UE.
Todas esas premisas resultaron ser falsas. A partir del primer mes, Moscú se vio forzado a centrar su ofensiva militar en la zona este de Ucrania.
En un sistema político tan centralizado como el ruso, no hay ningún centro de poder que pueda no ya estar a la altura de Putin, sino ni siquiera presionarlo de forma efectiva. Eso no impide que sectores empresariales –los llamados oligarcas– y dirigentes del partido Rusia Unida se acerquen al Kremlin para plantear las dificultades económicas creadas por las sanciones aprobadas por EEUU y la UE y preguntar cuándo se alcanzarán los objetivos que permitan poner fin a la guerra.