Donald Trump no ha tenido nunca una metamorfosis como la que ha vivido estos días. Esta semana, ha pasado de ser el símbolo de la desinformación, el negacionismo y las ideas absurdas sobre la pandemia a convertirse en ejemplo viviente de lo que ocurre cuando niegas la realidad en una emergencia sanitaria de estas dimensiones. La diferencia con todos nosotros es que los comportamientos estúpidos pueden poner en peligro nuestra vida y la de unas pocas personas de nuestro círculo más cercano, mientras lo que ha dicho y hecho Trump ha influido en millones de personas en su país.
Hay pocos ejemplos más claros que los relacionados con el uso de la mascarilla. Durante meses, Trump se negó a llevar una mascarilla en público. En las ruedas de prensa, dijo que no le gustaba y desdeñó su importancia. El CDC norteamericano –el mayor organismo científico de EEUU sobre enfermedades infecciosas– lo recomendaba sin que eso afectara a su decisión personal. «Es voluntario. No tienes que ponértela. Lo sugieren para un cierto periodo de tiempo, pero es voluntario. No creo que yo vaya a ponérmela», dijo el 3 de abril.
Dentro de la Casa Blanca, a los pocos miembros del personal de confianza que llevaban mascarilla en las reuniones con el presidente en primavera se les decía que se deshicieran de ella. Según The New York Times, todas las personas que trabajaban allí sabían que Trump lo consideraba una muestra de debilidad. «Te miraban mal si te veían pasar con mascarilla», dijo al periódico Olivia Troye, una asesora del comité del coronavirus que trabajó allí hasta agosto.
Trump se ha burlado en más de una ocasión del candidato demócrata, Joe Biden, por llevar mascarilla o por pasar aislado el mayor tiempo posible en su domicilio. En el debate con Biden de este martes volvió a hacerlo: «Cada vez que lo ves, lleva puesta la mascarilla. Aunque esté hablando a una distancia de 70 metros, aparece con la mascarilla más grande que yo haya visto nunca». Para negar que esté en contra de su uso, sacó una del bolsillo y se limitó a decir: «Me pongo una mascarilla cuando creo que lo necesito». Eso ha ocurrido pocas veces, ni siquiera cuando asiste a actos en un espacio interior en el que está rodeado por otras personas.
Se la puso en mayo en una visita a una fábrica de Ford, aparentemente por primera vez, pero en una zona en la que no había cámaras ni por tanto imágenes. Como los periodistas le preguntaban con frecuencia por ello, se lo tomó como algo personal. No les iba a dar la satisfacción de verle con una.
Hubo que esperar al 20 de julio para que tuiteara una foto suya con máscara. Sus asesores le dijeron que las encuestas revelaban el rechazo de la opinión pública a su posición sobre la protección personal ante el coronavirus. «Mucha gente dice que es algo patriótico llevar una máscara cuando no puedes mantener la distancia social», escribió, con lo que se refería a la opinión de otras personas, no a la suya ni a la de los consejeros científicos de la Casa Blanca. Sin embargo, no se la puso en los numerosos actos públicos posteriores a los que asistió.
En septiembre, el director del CDC afirmó que la mascarilla aún sería más efectiva contra el riesgo de contagio que la vacuna cuando se consiga para aquellas personas que no terminen de desarrollar inmunidad ante la enfermedad. Trump le desmintió. Dijo que Robert Redfield estaba equivocado, que las mascarillas «probablemente» eran una ayuda y que suponían «un problema» para algunas personas.
El 7 de septiembre, reclamó a un periodista de Reuters que se la quitara porque no le entendía bien. El reportero se negó y le dijo que hablaría más alto. Trump siguió burlándose de él.
La actitud de Trump ha tenido una influencia evidente en la conducta de muchos de sus votantes, en especial los hombres. Según una encuesta de Gallup en julio, el 44% de los norteamericanos usa mascarilla siempre que está fuera de su casa y un 28% con mucha frecuencia. El 11%, a veces. El 16% raramente o nunca. Estos últimos porcentajes son mayores en el caso de los votantes republicanos. El 36% de estos no la usa nunca o pocas veces. El 18%, a veces. El 54% de las mujeres la lleva siempre. En el caso de los hombres, son sólo el 34%.
La mascarilla, o cualquier trozo de tela para tapar las vías respiratorias, es un mecanismo de protección que se ha empleado en las pandemias a lo largo de siglos. Los científicos recuerdan constantemente que no puede servir como una excusa para relajarse y no respetar la distancia, y dicen que son fundamentalmente una forma de proteger a los demás. Muchos votantes masculinos de Trump las describen como una forma de interferir en sus libertades o que no necesitan que el Gobierno les diga cómo deben protegerse. En ese discurso, siempre está ausente la idea de lo que ellos pueden hacer por los demás.
Los gobernadores y congresistas republicanos eran muy conscientes de la opinión de estos votantes. Hubo que esperar a finales de junio para que se decidieran a hablar en público de forma decidida en favor del uso de mascarillas.
«Los habitantes de los llamados estados rojos (por el color del Partido Republicano) no tienen superpoderes ni son inmunes al Covid-19″, dijo en esas fechas a The Washington Post el expresidente del Comité Nacional Republicano, Michael Steele, muy crítico con la postura de los dirigentes de su partido. «Por eso era imprescindible que el presidente asumiera el liderazgo en esto, que no desdeñara a los científicos, que no criticara a los doctor Fauci de todo el mundo. Y ahora Fox News dice que el presidente debería dar ejemplo y llevar mascarilla. ¿En serio? ¿Ahora? ¿Después de 120.000 muertos? ¿Después de tener más de un millón de contagiados?».
En el debate del martes con Biden, la familia de Trump llegó al lugar del acto con las mascarillas puestas, pero se las quitaron cuando se colocaron en las sillas que tenían asignadas. Un miembro de la organización les recordó que eran necesarias. No le hicieron caso. Su esposa, Melania Trump, también ha dado positivo.
Future generations might find it hard to believe that this photo was taken at the White House in the midst of a pandemic that had by that stage killed more than 200,000 Americans. pic.twitter.com/RejhCA37sl
— Nick Bryant (@NickBryantNY) October 3, 2020
Hace una semana, el sábado 26 de septiembre, la Casa Blanca organizó un acto para 150 invitados con el que presentar a la candidata de Trump para formar parte del Tribunal Supremo, la jueza Amy Coney Barrett. Sólo los periodistas y los militares presentes llevaban mascarilla. No había ninguna distancia de seguridad entre los asistentes ni en el jardín ni dentro del edificio. Era un momento de triunfo para el presidente que la pandemia no le iba a arrebatar. Con la candidatura de Barrett, cumplía su promesa de nombrar más jueces ultraconservadores para el Supremo, uno de los argumentos con los que espera alcanzar la reelección.
No es posible saber si Trump se contagió en ese acto. Entre el domingo y el lunes, visitó cinco estados en los que se relacionó con muchísima gente. Lo que sí es seguro es que varios de los asistentes han confirmado en las últimas 48 horas que son positivos, entre ellos dos senadores republicanos que se sentaron en las primeras filas. Otra infectada es Kellyanne Conway, asesora de Trump, a la que se ve en un vídeo acercando la cara a centímetros de la del fiscal general, William Barr. Tres periodistas y un número no especificado de agentes del Servicio Secreto también han dado positivo.
El miércoles por la mañana, una de las asesoras de Trump más cercanas y a la que ve casi todos los días, Hope Hicks, empezó a sentirse mal en un viaje a Minnesota en el que acompañó al presidente a un mitin. El jueves, dio positivo. La Casa Blanca mantuvo en secreto la noticia. En atención a las normas del CDC, Trump debería haber guardado aislamiento o al menos no haber salido de la Casa Blanca. Lo que hizo fue desplazarse ese día a New Jersey para un acto de recaudación de fondos de su campaña.
Casi ninguno de los asistentes llevaba mascarilla. Trump tampoco. «El final de la pandemia está a la vista», dijo en un discurso. Un día después del acto, ya estaba enfermo y en tal mal estado que fue hospitalizado en el Centro Médico Walter Reed, un hospital militar cercano a la Casa Blanca. Antes de subirse al helicóptero, recibió oxígeno, según The New York Times y Associated Press, por sus evidentes problemas respiratorios.
Demasiado tarde para cambiar de opinión sobre la ciencia y en concreto sobre las mascarillas.