«Las empresas que ganan dinero recogiendo y vendiendo registros detallados de la vida privada de las personas eran descritas antes sin más como ‘empresas de vigilancia’. Su conversión a la definición de ‘medios sociales’ es el engaño más efectivo desde que los ministerios de la Guerra pasaron a llamarse ministerios de Defensa».
Edward Snowden no podía tener más razón al comentar con estas palabras el escándalo conocido este fin de semana en relación al uso de los datos personales de decenas de millones de usuarios de Facebook por la empresa Cambridge Analytica, que tuvo un papel clave en la estrategia digital de la campaña electoral de Donald Trump. Las redes sociales, y en especial Facebook, se han convertido en un agujero en el que millones de personas vuelcan sus gustos personales (sus ‘likes’), sus ideas políticas y su vida, y toda esa información es una materia prima de un inmenso valor para las campañas políticas, las grandes corporaciones y los servicios de inteligencia.
Como dice Snowden, y han recordado antes muchas otras personas, esa información que ofrecemos sirve para vigilarnos. En una dictadura con acceso a los mejores medios tecnológicos, sería útil para encarcelar a los críticos con el sistema, y ya hay algunas que compran tecnología a empresas occidentales, o la desarrollan ellos mismo como es el caso de China. En EEUU y Europa, empresas y partidos políticos pueden tener acceso a ella si pagan lo suficiente para emplearla en las campañas electorales.
Ahora tenemos más claro que lleva muchos años utilizándose en campañas de todo el mundo, pero es en estos momentos, gracias al caudal inmenso de información que entra y sale de Facebook, cuando sus consecuencias pueden ser más graves.
Lo que en otras circunstancias quizá podríamos denominar como el uso inteligente y moderno de las nuevas tecnologías en las campañas políticas cobra un aire más siniestro cuando las empresas ni siquiera respetan las leyes. Ese no es el único problema, porque en estos casos se suele hablar también de las «zonas grises», una forma de describir normas que no sirven en el mundo real para proteger la privacidad de los ciudadanos y que son fácilmente superadas por las empresas, los partidos y organismos gubernamentales interesados en lo que decía Snowden: vigilar a las personas. Y aun más: cambiar su conducta (en las urnas, en sus decisiones como consumidor) en favor del cliente que paga.
No sabríamos nada de lo que ocurrió con Cambridge Analytica, sólo sospechas o indicios sólidos, pero no lo suficientes para alertar a todos, si no fuera por la decisión de otro ‘whistleblower’, otro joven que trabajó dentro de esa maquinaria hasta que decidió contarlo todo. Otro Snowden, otro Manning. Christopher Wylie comparte con el primero un cerebro privilegiado y con el segundo, un pasado personal difícil en el que le costó encajar con el resto de la sociedad.
Muchas empresas le habrían ofrecido cantidades ingentes de dinero para trabajar con ellos. Prefirió renunciar a ese futuro en el que no le iba a faltar dinero y contar lo que sabe, lo que quiere decir que se ha colocado en una situación que le puede acarrear serios problemas legales.
«Facebook are yet to acknowledge that this involved around 50 million users.»
Cambridge Analytica, a firm linked to Trump’s win, has been suspended from the Facebook platform following the revelations of this whistleblower – who spoke to @Channel4News. pic.twitter.com/yB2KZ8jEd8
— Channel 4 News (@Channel4News) 17 de marzo de 2018
Cambridge Analytica se hizo con la información de 50 millones de perfiles de Facebook violando las normas de la compañía y aprovechándose de la pasividad de la empresa a la hora de proteger los datos de sus usuarios. Su historia empieza antes, cuando su principal responsable ejecutivo, Alexander Nix, comenzó su actividad de prospección de datos personales con fines políticos en otra empresa, SCL Group, para lo que contrató a Wylie.
Nix dirigía la división de SCL Elections dedicada a la intervención en procesos electorales desde hace muchos años, desde los años 90. Entre los clientes de la corporación estaban el Ministerio británico de Defensa y el Pentágono. Su especialidad eran y son las comunicaciones estratégicas, una forma elegante de describir la capacidad de intervenir en procesos electorales de todo el mundo o en mejorar la implantación y resultados de una empresa en esos países.
En su web en español, la empresa describe sus méritos: «No presuponemos ni dejamos nada al azar, analizamos y dejamos que nuestros análisis de datos nos guíen para elaborar nuestras estrategias e impulsar el cambio conductual. Diseñaremos una estrategia robusta y clara para implicar a su público en el lugar correcto y de la manera correcta».
En su web en inglés, son algo más precisos: «Desde hace más de 25 años, hemos realizado programas de cambio de conducta en más de 60 países y hemos sido reconocidos por nuestro trabajo en el cambio en asuntos sociales y de defensa». Presumen de que gracias a su tecnología que combina minería de datos, estadística e inteligencia artificial pueden «prever cómo se comportará la gente» e «influir en los grupos elegidos».
Su ocupación también podría describirse como «operaciones psicológicas» o «guerras psicológicas» en el caso de producirse en un conflicto político o militar.
Wylie cuenta a The Guardian cómo cree que Steve Bannon supo de la existencia de SCL. Todo se originó en una conversación entre un consultor republicano y un experto en ciberguerra de la Fuerza Aérea de EEUU. Este último le dijo: «Oh, deberías conocer SCL. Hacen ciberguerra para las elecciones».
Nix y Wylie conocieron en el otoño de 2013 a Steve Bannon, y gracias a él al multimillonario Robert Mercer, a los que convenció del potencial político de estas estrategias en una campaña electoral. El apoyo de Bannon, entonces el jefe de la web ultraconservadora Breitbart News y después jefe de la campaña de Trump y su principal consejero estratégico en la Casa Blanca hasta su dimisión fue decisivo para que se formara una nueva compañía en EEUU a la que se llamó Cambridge Analytica para que pudiera participar en las campañas electorales de ese país.
Tenían ahora todo el dinero que necesitaban, pero se enfrentaban a un problema. La obtención de datos personales sin violar la ley, a través de incentivos para que la gente se preste a instalar una aplicación que registre sus preferencias en las redes sociales, es una actividad muy cara.
Ahí es donde aparece el motivo por el que la empresa llevaba el nombre de Cambridge. Se aprovechó de los trabajos en esa dirección que se estaban realizando en un centro de la Universidad de Cambridge, que había tenido un gran éxito gracias al trabajo de dos psicólogos, Michal Kosinski y David Stillwell, dedicados al estudio de la personalidad a través de apps para Facebook. Una de esas aplicaciones tuvo mucho éxito y a partir de un test de personalidad recibió el permiso de muchos usuarios para acceder a sus perfiles de Facebook. El objetivo: establecer correlaciones entre las características de esos usuarios y toda una gama de sus preferencias personales.
Sería un error pensar que este objetivo parece algo trivial más allá del estudio académico de la psicología. Como cuenta The Guardian, los trabajos de Kosinski y Stillwell recibieron el apoyo de empresas y servicios de inteligencia. Las posibles aplicaciones en el campo de la vigilancia resultaban obvias.
Un profesor de la universidad de Cambridge, Alexander Kogan, fue la pieza que necesitaba Cambridge Analytica para desarrollar todo su potencial al no poder contar con la colaboración de Kosinski y Stillwell al no fructificar las negociaciones económicas. Desarrolló su propia app y comenzó a recibir datos que puso en manos de sus nuevos jefes. La justificación que se dio a Facebook es que se hacía con fines académicos. Eso es también lo que se dijo a los usuarios de la red social que aceptaron instalarse la app thisisyourdigitallife a cambio de una compensación económica. Eran centenares de miles de personas, pero la app se diseñó –y ahí es donde dio el gran salto– para que recogiera también los datos y actividad de sus amigos en Facebook.
Unas 270.000 personas habían aceptado formar parte del supuesto experimento académico. Gracias a las características de esa app, y a la incapacidad de Facebook de proteger la privacidad de sus usuarios, su alcance fue exponencialmente mayor.
Cambridge Analytica recibió información sobre 50 millones de perfiles de Facebook. De ellos, 30 millones incluían datos personales suficientes como para poder elaborar un completo perfil psicológico de sus usuarios y de sus temas de interés.
«Facebook tenía que ver lo que estaba ocurriendo», cuenta Wylie. «Sus protocolos de seguridad se activaron porque las apps de Kogan estaban sacando una cantidad enorme de datos, pero aparentemente les dijo que era para uso académico. Y ellos (Facebook) dijeron, vale».
A finales de 2015, Facebook fue alertada por una información de The Guardian que contaba que Cambridge Analytica estaba utilizando todo ese material en favor de la campaña del republicano Ted Cruz (tras el fin de las primarias, la empresa pasó a trabajar para Trump). Se estaban violando las normas sobre privacidad que la compañía dice defender con todo el celo del mundo. ¿Qué hizo Facebook? Siete meses después de ese artículo (y dos años después de que se empezara a reunir todos esos datos), envió una carta para ordenar que se borrara todo ese material y, según el testimonio de Wylie, nada más.
Su siguiente reacción se produjo el pasado viernes cuando ya sabía desde hace varios días que The Guardian y The New York Times iban a publicar sendos artículos sobre el escándalo. Borró la cuenta de Facebook de Cambridge Analytica y las cuentas personales de Wylie y Kogan. 27 meses después de la primera carta que envió. En ese espacio de tiempo, la empresa prestó una ayuda fundamental a la campaña de Trump y la campaña del Brexit, y trabajó para numerosas empresas privadas.
Cambridge Analytica trabajaba para todo tipo de clientes. Eran básicamente «mercenarios», en expresión de Wylie. Se sabe que llegaron a hacer una presentación para vender sus servicios a la empresa petrolera rusa Lukoil y que llegara a su consejero delegado, Vagit Alekperov, exministro ruso de Petróleo y, teniendo en cuenta su cargo en una empresa privada tan importante, persona muy cercana a Putin. Entre el contenido que se mostró a la empresa rusa, está el ejemplo de una campaña de rumores que se extendió en las elecciones de Nigeria de 2007 sobre un probable fraude electoral.
No hay pruebas de que llegaran a conseguir un contrato con Lukoil, pero lo que está claro es que Cambridge Analytica ofrecía esos servicios.
En la práctica, Facebook se ha convertido en un monopolio cuya materia prima servirá para construir todo tipo de operaciones de desinformación en el mundo, operaciones que sólo tienen garantías de éxito cuando sus responsables cuentan con un conocimiento muy alto de la sociedad en la que están funcionando. Sería de otra manera si Facebook pudiera convencernos de que está en condiciones de proteger la seguridad de los datos que les entregan sus usuarios. Lo ocurrido con Cambridge Analytica lo desmiente.
Hubo un tiempo en que era suficiente con sobornar a un grupo de militares para que montaran un golpe de Estado. En otros casos, también tuvieron que pagar una huelga de camioneros o grupos de alborotadores para crear una sensación de caos en las calles.
Ahora quizá ya no sea necesario llegar a esos niveles de violencia. El análisis de los datos personales en tiempo real es uno de los mecanismos que pueden ofrecer los mismos o similares resultados políticos o empresariales bajo la pantalla mucho más pacífica y en apariencia irreprochable de unas elecciones o una campaña política en favor de determinada idea.
Es la última evolución de la democracia que comienza cuando das a Like en tu página personal de Facebook. Una empresa como Cambridge Analytica se ocupará del resto. No será la única.