Un magistrado del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco afirmó en una tertulia radiofónica en febrero que los epidemiólogos eran «médicos de cabecera que han hecho un cursillito». Un día después, firmó como ponente un auto que ordenaba la reapertura de los bares en los municipios de Euskadi en alerta roja. En el ambiente distendido de la tertulia, confundió de forma reiterada correlación con causalidad al opinar sobre la relación entre medidas restrictivas y datos de incidencia de la Covid. Pocas veces tanto poder ha estado en manos de alguien con tanta ignorancia en relación a algo sobre lo que debía adoptar una decisión.
Más recientemente, el Tribunal Superior de Justicia de Canarias rechazó a finales de junio la imposición de restricciones en bares y restaurantes con el argumento de que «ni se han demostrado como las causas de la problemática de contagio en la isla de Tenerife, ni mucho menos se prevén como las soluciones a una situación que no es dramática para la presión asistencial». Existen numerosos informes científicos que demuestran la alta incidencia del contagio en interiores y algunos llevan el marchamo de la OMS. Los jueces canarios decidieron ignorarlos y dar mayor importancia al daño económico que estaba sufriendo la hostelería. Si los hospitales no están desbordados, llega el momento de llenar los bares. ¿Qué puede salir mal?
Dos semanas después, la incidencia se ha disparado en toda España, a pesar del excelente ritmo del proceso de vacunación. Ya sin estado de alarma en vigor, los gobiernos autonómicos buscan conseguir el amparo judicial que les permita tomar medidas que parecían formar parte del pasado. El empeoramiento descarta en la práctica que el turismo extranjero regrese de forma masiva a España este verano.
La situación vuelve a ser no dramática, pero sí muy preocupante. Ahora debemos también temer el futuro después de que el Tribunal Constitucional (TC) haya dictaminado que el confinamiento adoptado en el primer estado de alarma fue contrario a la Carta Magna. Por una estrecha mayoría, ha impuesto la idea de que debería haberse aplicado el estado de excepción, que permite restringir mucho más los derechos fundamentales y que debe contar con el aval previo del Congreso. Por su gravedad, sólo se puede prorrogar una vez y durar sesenta días en total.
Desgraciadamente, las pandemias no se rigen por los tiempos dictados en esta interpretación de la Constitución. Los jueces necesitarían algo más que un «cursillito» para ponerse al día en epidemiología. Pasados dos meses del inicio del estado de alarma en 2020, aún se producían en España 110 muertes diarias. Según la mayoría de miembros del TC, el Estado se habría visto obligado a abandonar la cobertura jurídica elegida para luchar contra la pandemia y encomendarse al destino, lo que habría significado un número aun mayor de fallecimientos.
El Partido Popular votó a favor de las tres primeras prórrogas del estado de alarma y luego pasó a la abstención y después al voto negativo. La pandemia seguía su curso mientras el PP era capaz de rellenar todas las casillas disponibles. Pablo Casado presentó la idea de «un plan B jurídico» con una ley orgánica que permitiera solventar el dilema legal. «España necesita urgentemente un marco legal para contener los contagios. Llevamos más de un año pidiéndolo», dijo el jueves el líder del PP. Está convencido de que esa sería la solución adecuada para «limitar la movilidad» de personas y hacerlo dentro de la Constitución.
Su partido presentó hace unos meses una proposición de ley con esa intención. Edmundo Bal, portavoz de Ciudadanos, dijo que esa ley no le habría durado al Tribunal Constitucional «ni cinco minutos». La sentencia de esta semana parece confirmarlo, aunque lo de los cinco minutos sí que es un poco exagerado. El TC se mueve habitualmente con la velocidad de una tortuga asmática.
En la comunidad de juristas, se produjo en los medios un intenso debate a cuenta de la apuesta por el estado de alarma o por el de excepción como la mejor salida legal. Lo que llama la atención es que los críticos con la decisión del Gobierno se quejaban de ella por «poner en manos del presidente del Gobierno un poder omnímodo». Eso contrasta con la realidad por la que pasó Sánchez, obligado a negociar con partidos tan diferentes como Ciudadanos o Bildu para sacar adelante las renovaciones.
El encendido debate político español y el hecho de que los partidos del Gobierno no cuentan con mayoría absoluta en el Congreso hacen que parezca un tanto hiperbólico calificar de omnímodo o absoluto el poder de Sánchez. Claro que en el permanente estado de agitación en que se mueve la derecha –por lo que se puede deducir de las declaraciones habituales de Casado o Díaz Ayuso–, la democracia en España siempre está a punto de perecer.
Indudablemente, un estado de excepción da mucho más poder al Gobierno, tanto que nunca se ha adoptado en la democracia. Como destacó Luis López Guerra, que fue vicepresidente del Constitucional, el estado de excepción «hubiera supuesto una restricción más grave de derechos fundamentales». Parece una obviedad y resulta que hay venerables catedráticos de Derecho que opinan lo contrario. Como para que luego alguien diga que la polarización ideológica no ha alcanzado al mundo de la justicia.
En Francia, el Gobierno llevó al Parlamento la declaración de estado de emergencia, con competencias similares al estado de alarma español, en marzo de 2020, que se levantó en julio al descender el número de contagios. En octubre, se volvió a aprobar lo mismo con el inicio de la segunda ola, luego prorrogado hasta febrero de 2021 y luego hasta junio. Finalmente, se amplió hasta septiembre, pero de forma que se levantaran gradualmente las restricciones. Por ejemplo, los toques de queda tenían como fecha límite el 30 de junio.
Esa flexibilidad es la que ha faltado en España. Aquí todo es blanco o negro. Ante un escenario como el de mediados de marzo de 2020, sin ninguna crisis de orden público en las calles, con una pandemia desbocada, viendo además lo que había pasado en Italia, incluso llegando tarde a las medidas de confinamiento imprescindibles, el Tribunal Constitucional sostiene ahora que debería haberse iniciado la tramitación en el Congreso de una petición de estado de excepción con todo el tiempo necesario para tramitar enmiendas, negociarlas y finalmente aprobarlas en el legislativo.
Podrían haber enviado también ejemplares de la Constitución a los hospitales para consolar al personal sanitario mientras se les morían los enfermos.