Cada cuatro años las elecciones de EEUU ofrecen una oportunidad inagotable de explicar el resultado gracias a dos factores: el inagotable caudal de información que ofrecen estudios, encuestas y medios de comunicación, y el hecho de que es un país inmenso. Esto último es una obviedad casi cómica, pero tiene repercusiones que olvidamos en el análisis. Por ejemplo, la clase trabajadora blanca no es la misma en unos estados que otros. Las personas de alto nivel de ingresos no votan lo mismo en todos los sitios. Hombres y mujeres votan de forma similar en algunas zonas, pero en otras no.
Todo esto hace que los resultados ofrezcan infinidad de paradojas que desmienten las primeras impresiones, y aún más las anteriores al día de elecciones.
Por último, están los votantes, que no tienen la obligación de ser racionales en su decisión y que en muchas ocasiones aceptan que eligen a un candidato que quizá no esté a la altura de todo lo que promete. Quizá también ocurra que toleran aún menos a su rival. Los políticos no son los únicos pragmáticos.
El cómputo total de los votos arroja una victoria para Hillary Clinton tan clara como irrelevante. En el último dato del escrutinio ofrecido por la agencia AP, Clinton cuenta con una ventaja de 574.064 votos. Esa distancia probablemente se amplíe porque el recuento completo de California –el Estado más poblado y donde ganó Clinton– suele tardar bastante tiempo. Esa diferencia ya es mayor que la que tuvo Gore sobre Bush en su derrota del año 2000, y es también mayor que la que disfrutó Nixon en su victoria sobre Humphrey en 1968.
Pero, como todos sabemos, ese dato no vale nada, porque la elección presidencial se dirime en un colegio electoral, donde todo depende de los votos electorales obtenidos al ganar las elecciones en cada Estado. En ese recuento, Donald Trump ganó con 290 votos frente a 228 de Clinton. Ahí faltan dos estados por sumar, porque las victorias de Trump en Michigan y de Clinton en New Hampshire fueron por tres décimas y se está realizando un nuevo recuento exigido por la ley.
Hay tres estados que se distinguen sobre el resto: Pennsylvania, Michigan y Wisconsin. Suman 46 votos electorales y le hubieran dado la victoria a Clinton. En los tres ganó Obama hace cuatro años, como lo habían hecho todos los candidatos demócratas desde 1988. De ahí que se haya hecho tanto hincapié en la clase trabajadora de raza blanca de esos estados y se haya recuperado el concepto de ‘Demócratas de Reagan’. Por utilizar el caso de Pennsylvania, Reagan ganó allí las elecciones en 1980 y 1984 (con un 49,5% y un 53,3%). Se dijo que sus victorias inauguraban una nueva época parecida a la ocurrida antes en el Sur, donde las leyes antirracistas de Johnson habían dejado a los demócratas sin los trabajadores blancos de esos estados. George Bush, padre, se aprovechó de esa tendencia en 1988, pero Bill Clinton recuperó a esos votantes para la causa demócrata.
Desde entonces, Pennsylvania, Michigan y Wisconsin eran un muro contra el que se habían estrellado los candidatos republicanos hasta que llegó Trump, al que podríamos definir como el menos republicano de todos ellos por su trayectoria anterior. En los días anteriores a las elecciones, su campaña dedicó especial atención a esos estados con varias visitas de Trump. Su directora de campaña reconoció la víspera de los comicios que ganar en Michigan o Pennsylvania era crucial para conseguir la victoria.
Las diferencias entre ambos candidatos en esos dos estados no eran tan amplias como para que la estrategia de Trump fuera desesperada, escribí ese día. Indudablemente, lo tenía muy difícil, y de ahí que en la mayoría de los pronósticos Clinton partiera como favorita. Todo podía reducirse a un puñado de puntos. Y eso es lo que ocurrió. Trump ganó en Pennsylvania por 1,2 puntos (unos 68.000 votos). En Michigan por 0,3 (menos de 12.000 votos). En Wisconsin, un Estado de corte similar, por un punto (unos 27.000 votos).
Con tan escasa diferencia, cualquier cambio con respecto a cuatro años atrás es significativo. Varios medios norteamericanos han puesto nombre a los condados que dieron la victoria a Obama en 2008 y 2012, y que ahora votaron a Trump. Jeff Guo, de Wonkblog, destaca por ejemplo el condado de Luzerne en Pennsylvania (320.000 habitantes). Allí Obama ganó por cinco puntos hace cuatro años. Ahora Trump le sacó 20 a Clinton. En el condado de Juneau en Wisconsin (24.000 habitantes), Obama había ganado por siete puntos. Trump lo hizo por 26 de diferencia.
James Hohmann, también en el Washington Post, destaca el condado de Macomb, en Michigan (840.000 habitantes), donde también había vencido Obama. Trump obtuvo el 54% de los votos con una participación récord en las urnas.
Los periodistas que se acercaron tras las elecciones a ese condado descubrieron el mismo panorama. La denuncia de Trump por los empleos perdidos a causa de los acuerdos comerciales con otros países caló entre la clase trabajadora de esas zonas. Otras regiones de EEUU han visto aumentar su base industrial, por ejemplo en el sector automovilístico desde entonces, pero obviamente eso no era ningún consuelo para ellos. Los mensajes basados en la macroeconomía no llegan a los votantes que tienen problemas a fin de mes.
En el plano personal, Clinton era despreciada u odiada en esos lugares como ejemplo paradigmático de una clase política que no se preocupa por esos trabajadores. Sencillamente, no se fiaban de ella. Por el contrario, los defectos personales de Trump eran pasados por alto. Algunos de esos votantes no tenían una opinión nada buena de él, pero eso no les importaba. Lo veían como alguien que podía solucionar sus problemas.
No había grandes diferencias entre las opiniones de hombres y mujeres. La famosa cinta de audio con la conversación de Trump en la que alardeaba de sus conquistas sexuales y su infidelidad pudo causar espanto en zonas urbanas del país donde de todas formas los demócratas siempre ganan. En muchas zonas del Medio Oeste, no parece que tuviera el menor efecto. Desde luego, entre los hombres, no. Muchos de ellos querrían estar en la misma posición de Trump. Ser millonario y tener a su alcance a un montón de mujeres estupendas.
A escala nacional, el voto femenino no se comportó como decían las encuestas de meses anteriores. El 62% de las mujeres sin título universitario votó por Trump (y el 51% de las mujeres con título). El titular ‘Las mujeres derrotarán a Trump’ resultó ser una ficción.
Volviendo al Medio Oeste, en relación a ideas xenófobas o racistas, eso no era un factor relevante en lugares donde todos son blancos. Si en otras zonas del país con gran presencia de negros y latinos, esos ataques causaban la alarma por su efecto futuro en la convivencia, en estos condados –bien por desinterés o por compartir esos prejuicios raciales– resultaba irrelevante. No piensas que el racismo es un problema cuando no lo ves todos los días. Y si te dicen que una parte de tu mala situación se debe a supuestos privilegios que reciben otros que no son como tú, no tardarás mucho en darles la razón.
Trump won 209 of the nearly 700 counties that voted for Obama twice.
2,200 counties never supported Obama. Clinton won 6.
Six.
— Ben Domenech (@bdomenech) 12 de noviembre de 2016
Más allá de los datos, están las pruebas circunstanciales. Lo que se suele llamar periodismo, o al menos los artículos en que reporteros hablan con ciudadanos que sólo se representan a sí mismos. Los votantes. Se han publicado unos cuantos reportajes sobre ellos. Uno muy interesante es el de Alec MacGillis que en los últimos meses ha conversado con votantes que «vivían en lugares en decadencia, y que lo habían estado durante algún tiempo», que «no estaban especialmente ligados a un partido concreto», y que sentían «un profundo desprecio por ese Washington hiperpróspero y disfuncional al que ven como algo completamente separado de sus vidas».
MacGillis lo llama la «venganza de la clase olvidada». Los abandonados, no por la última crisis, sino por muchos años más de buscar empleos dignos. Ahí hay muchos votantes de Obama que vieron a su rival de 2012, Mitt Romney, como el típico representante de la clase alta que nunca se preocuparía por ellos. Pero desde entonces han pasado muchas cosas. Los demócratas eligieron a un nuevo candidato:
«Por un lado, ella se vio liberada de su mandato representando a la oprimida zona norte de Nueva York como senadora. Había pasado el tiempo desde 2008 en los dominios del Departamento de Estado y luego había dado más de 80 discursos pagados a bancos, empresas y asociaciones comerciales por una compensación total de 18 millones de dólares. Por otro lado, las razones para el resentimiento y el abandono habían crecido en muchas comunidades del Rust Belt donde a Obama le había ido bien. Podrían estar saliendo poco a poco de la Gran Recesión, pero el progreso era horriblemente lento, y se estaban quedando atrás frente a ciudades en expansión como Nueva York, San Francisco y Washington, donde la diferencia de ingresos en su favor había crecido comparada con el resto del país».
Lo de «oprimida zona norte de Nueva York» es irónico. Se refiere a la burbuja de dinero y amigos poderosos en la que vivió Clinton desde de que dejó la Casa Blanca.
La decadencia de todas esas comunidades del Rust Belt comenzó hace mucho tiempo. La desindustrialización no se inició en los últimos ocho años. Pero los agravios se acumulan. Los votantes dieron una oportunidad a los demócratas con Obama, pero no iban a aguantar toda la vida. Las grandes promesas de Obama nunca se cumplieron: ni en la recuperación económica de esas zonas (sí en otras zonas del país) ni en la reconciliación racial que podía traer consigo el primer presidente negro de EEUU (no es que eso sea culpa de Obama).
En realidad, como explica Jeff Guo, no hay una correlación directa entre aumento del desempleo o descenso de salarios medios y el incremento de votos a Trump. Más bien al contrario. Trump sacó más votos que Romney en los condados donde más cayó el desempleo desde 2012. No fueron los votantes más pobres los que le dieron la victoria, porque esos probablemente ni siquiera fueron a las urnas. Pero puede ocurrir que alguien que tenga empleo ve cómo otras personas cercanas no tienen esas oportunidades o que se crean el mensaje de un candidato de que su comunidad o todo el país camina en la dirección equivocada. Es un campo fértil para un político demagogo con soluciones simplistas que enciende la mecha del resentimiento racial y político.
Y años después llegó Hillary Clinton, coronada por los demócratas después de su fracaso de 2008. Por alguna razón, pensaron que lo que no funcionó entonces ahora sería infalible. Su campaña dio por hecho que esos estados de los que estamos hablando estaban garantizados. Pennsylvania no fue completamente ignorada, pero allí la prioridad estaba en las zonas urbanas. Algunos datos sobre el gasto en anuncios televisivos (siete veces más en Los Angeles que en Milwaukee) indican que la campaña de Clinton no estaba gastando el dinero donde debía hacerlo.
El mensaje de Trump dirigido a los trabajadores blancos fue simple y efectivo, con especial énfasis en lo primero. Que nosotros en Europa nos fijáramos más en el conflicto racial atizado por Trump y en su deplorable trayectoria en relación a las mujeres tiene un pase. Que la campaña de Clinton pensara que iba a ganar las elecciones centrando su campaña en eso resultó un error estratégico. Había zonas del país en que se necesitaba otra respuesta que nunca llegó.
Al final, los votantes republicanos se unieron en torno a su candidato, aunque muchos tenían dudas y tomaran su decisión en los últimos días. Nada que pueda sorprender a los que conocen la polarización de la política norteamericana. Pero muchos votantes demócratas habían tenido ya suficiente con Hillary Clinton. En el fondo, no tantos, como demuestra su ventaja de más de 500.000 votos en todo el país. Pero sí los suficientes en los lugares que fueron decisivos.
Clinton fracasó en Florida y Ohio con lo que necesitaba mantener el voto tradicional demócrata en el Medio Oeste. Cuando se quiso dar cuenta en los últimos días de campaña, ya era tarde. Había sido una mala candidata en 2008 y volvió a serlo en 2016. Si quedaba alguna duda, sólo hay que comprobar su reacción tras la derrota. En una llamada telefónica a los que donaron más de 100.000 dólares a su campaña (siempre la gente con dinero por delante), dio su versión: la culpa fue del director del FBI, pero no suya.
La culpa siempre es de los demás, no suya. La historia de su vida.