La Audiencia Nacional ha ofrecido un giro de la trama en el caso Dina que supera a algunos de los grandes hitos de la historia de ese tribunal y está a la altura de las películas de Night Shyamalan. Pablo Iglesias es víctima de un presunto delito y al mismo tiempo, autor de ese delito. La Sala de lo Penal de la Audiencia ordenó en septiembre al juez Manuel García-Castellón que devolviera al vicepresidente la condición de perjudicado en el caso del robo del móvil de Dina Bousselham. Además, calificó de «meras hipótesis» las implicaciones empleadas por el magistrado para dirigir la investigación contra Iglesias.
Tres semanas después, el juez rectifica al órgano superior y dobla la apuesta enviando el caso al Tribunal Supremo para que investigue al líder de Podemos por ser aforado. Y luego dicen que la Justicia es lenta.
La investigación del robo del móvil de Bousselham es la típica denuncia que en otro juzgado hubiera sido sobreseída por falta de pruebas o por ser imposible encontrarlas tras la declaración de los implicados. Pero la Audiencia Nacional es otro mundo, uno en el que los jueces de instrucción estiran la ley al límite para conseguir otro gran titular. Es como una redacción de periodistas, pero con menos variedad en el vestuario. Los riesgos son mayores. Algunos de sus jueces más conocidos acabaron condenados por cometer delitos o sancionados por irregularidades. Allí se consideran gajes del oficio. Para cazar grandes piezas, hay que arriesgarse.
Lo que no se puede negar es el impacto de sus actuaciones. García-Castellón ha dado la vuelta al caso del robo de un móvil para convertirlo en una gran conspiración de Podemos con la que se intentó obtener réditos políticos. Acusa a Iglesias y otras personas de inventarse una trama corrupta y reclama al Tribunal Supremo que se ocupe de la investigación. El juez contraprograma las informaciones de las últimas semanas sobre la Operación Kitchen –montada por el Ministerio de Interior de Jorge Fernández Díaz– y lo que se ha sabido en los últimos tres años sobre la guerra sucia del comisario Villarejo y de otros altos cargos policiales. Y lo hace con un caso en las manos en el que también aparece Villarejo en calidad de protagonista. Sólo que en este caso Villarejo es prácticamente una víctima si hay que creer a García-Castellón.
Pablo Casado tardó cinco minutos en exigir la dimisión de Iglesias en el Gobierno desde que se conoció la decisión del juez. «Debe cumplir la misma vara de medir que exigía en su moción de censura», dijo en Twitter. Es curioso, porque Casado estuvo en su momento en la misma situación que ahora Iglesias. Una jueza pidió al Supremo que investigara al presidente del PP por el caso Máster. Evidentemente, Casado ni se inmutó entonces. Con lo que le había costado llegar a lo más alto. En su época purista, el código ético de Podemos incluía la obligación de dimitir en caso de ser imputado. Desde este año, sólo es así si se dicta la apertura de juicio oral. Los partidos ya están muy acostumbrados a no dejar que los jueces se dediquen a elegir o cesar a sus líderes.
El portavoz nacional del PP, José Luis Martínez-Almeida, también pidió la dimisión o cese del vicepresidente, pero con una salvedad: «El PP no se lanzará en jauría a destruir las presunciones de inocencia como hacía Podemos». A la hora de comer del miércoles, la cuenta de Twitter del PP ya había lanzado 34 tuits con declaraciones de dirigentes o del propio partido con ese mensaje siguiendo la estela marcada por Casado. No es una jauría, es sólo una casualidad que todos escribieran lo mismo al mismo tiempo.
El juez García-Castellón ha puenteado a la Fiscalía a la hora de enviar al caso al Tribunal Supremo. No es extraño en la Audiencia Nacional, donde algunos jueces han ejercido en el pasado de forma simultánea las funciones de juez y fiscal (eso sí, cobrando un solo sueldo). Debía de saber que el fiscal no le iba a seguir la corriente. Y no es insólito, porque el juez da la vuelta al caso como a un calcetín. Donde antes había un robo, ahora no hay tal cosa, sino una operación política. Reprocha a Podemos que denunciara en un jugado la desaparición del móvil «como un encargo realizado por el Gobierno del PP al excomisario Villarejo» y después establece su propia teoría, por la que el partido montó una campaña contra «las llamadas cloacas del Estado» con el fin de beneficiarse en las urnas.
Todos sabemos que los partidos presentan denuncias en los tribunales que no son otra cosa que formas de propaganda política. Algunas de esas querellas prosperan y otras no, porque los jueces estiman que no hay suficientes pruebas que las avalen. Ahora por primera vez un magistrado sostiene que la segunda opción es motivo suficiente para imputar un delito de denuncia falsa al líder de ese partido. Esa clase de creatividad judicial –marca de la casa en la Audiencia Nacional– no tiene muchos visos de prosperar en el Tribunal Supremo, a menos que sus honorables magistrados pretendan tirarse de cabeza sobre el convulso panorama político español.
La parte vulnerable en la posición de Podemos proviene de la declaración judicial de Dina Bousselham en mayo de 2020 en la que admitió que había enviado a algunas personas capturas de mensajes de su móvil. No recordaba cuáles ni a quién ni cuándo. Fue un testimonio un tanto difuso que podría haber servido a cualquier juez para archivar el caso ante la dificultad de probar el origen de los mensajes aparecidos en varios medios de comunicación, en OK Diario, pero no sólo en ese medio, un detalle que el juez prefiere ignorar porque deja en mal lugar sus hipótesis.
Su auto no decepcionará a los que busquen momentos excitantes. García-Castellón incluye la agravante de género en las imputaciones a Iglesias, pero no se molesta en explicar las razones. Se supone que es por haber perjudicado a Bousselham, pero ella no está en su auto como víctima, sino como presunta autora de un delito de falso testimonio. De hecho, el juez intentó obligarle a que se buscara un abogado distinto al de Iglesias. Da la impresión de que ese agravante ha aparecido por ahí para aportar materia prima a las columnas de opinión que aparecerán en los medios y para avergonzar a la pareja de Iglesias, que resulta que es la ministra de Igualdad. El PP se apresuró a utilizar este regalo del juez.
Un elemento fundamental de la denuncia de García-Castellón es el estado de la tarjeta del móvil que Iglesias devolvió a Bousselham tiempo después de que la recibiera de manos del presidente del Grupo Zeta. El juez afirma que Iglesias «procedió a inutilizar el dispositivo» y que lo hizo «con ánimo de dejar la tarjeta inservible». Alega que la tarjeta estaba en perfecto estado cuando Iglesias la tuvo en sus manos –lo que es cierto–, pero no cuando se la devolvió a su antigua asesora. Eso no fue lo que dijo la empresa de Gales a la que Bousselham envió la tarjeta para que extrajeran su contenido. Su responsable afirmó que les había llegado «físicamente intacta». Aun así, no fueron capaces de extraer la información.
En definitiva, Iglesias destruyó la tarjeta, según el juez, que apareció después intacta al llegar a una empresa especializada. Y ahora cuéntale al Tribunal Supremo que debes juzgar a un vicepresidente del Gobierno con unos indicios –»meras hipótesis» en expresión de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional– que harían las delicias de Iker Jiménez.