Muchos países celebran de forma apasionada sus grandes gestas nacionales. Algunos, los menos, prefieren elegir derrotas catastróficas que se convirtieron en un elemento clave para forjar su identidad nacional. Los británicos están en una categoría especial. Reservan una atención singular a desastres y tragedias, pero porque ayudan a reforzar sus victorias y, en definitiva, la idea de que son un pueblo elegido para dominar el mundo. «Rule, Britannia! Britannia, rule the waves! Britons never, never, never shall be slaves».
Un capítulo especialmente conocido de ese despliegue patriótico de fiascos es la Carga de la Brigada Ligera en la guerra de Crimea. En octubre de 1854, la caballería británica se lanzó al galope, con sables en la mano y sus estandartes ondeando al viento, sobre una posición rusa protegida por artillería. Un espectacular ejemplo de incompetencia militar que inevitablemente acabó en una masacre producida en sólo veinte minutos. «De los 700 hombres que entraron en acción, sólo 190 pudieron salir de allí y todo eso para nada», escribió el teniente Fiennes Wykeham Martin en una carta a su hermano (las cifras reales de bajas fueron 110 muertos y 130 heridos, así como 375 caballos muertos o sacrificados).
El primer ministro, Lord Palmerston, definió la batalla como «gloriosa». El poema de Tennyson sobre esa batalla publicado muy poco después de los hechos se convirtió en lectura obligada para los escolares durante más de un siglo. ¿Qué mejor forma de fomentar el patriotismo que venerar una muerte inútil al servicio de la patria?
El fracaso como arsenal del carácter nacional, por más que sólo pueda explicarse por el infortunio o la estupidez, es el escenario al que nos traslada Fintan O’Toole para explicarnos el Brexit, no como una aberración o hecho singular que ocurrió de forma inesperada en 2016, sino como la culminación de una historia que es tan vieja como el propio país. En su libro ‘Un fracaso heroico. El Brexit y la política del dolor’, que acaba de publicar Capitán Swing en España, O’Toole llega al extremo de encontrar puntos en común con la trama del libro y película ‘Cincuenta sombras de Grey’. Es una forma provocadora de contar que el sadomasoquismo ayuda a entender ciertos aspectos de la historia británica cuando el sufrimiento es un factor esencial para alcanzar la gloria o un precio muy alto que estás dispuesto a pagar. Esto último es el espíritu que anima a los ‘Brexiters’.
Bruce MacKinnon's 2016 cartoon has aged well. #BrexitEve pic.twitter.com/SkgZuM2PAS
— Benjamin Ramm (@BenjaminRamm) January 30, 2020
El lector habrá encontrado en los medios de comunicación innumerables explicaciones del Brexit que lo ciñen todo a la relación convulsa de los tories con Europa desde finales de los 80, el error dramático de David Cameron al convocar el referéndum o la defensa escuálida de la UE hecha por la dirección del Partido Laborista. Todo eso tiene su parte de verdad, en especial el primer factor.
Pero no se puede entender el Brexit sin saber cómo entró el Reino Unido en la UE y cuál fue su relación con Bruselas mucho antes de que el espíritu euroescéptico se extendiera por el país. En última instancia, hay que arriesgarse a examinar el carácter nacional inglés –no el británico– y el peso de la historia, sobre todo la reciente en el siglo XX: cómo Gran Bretaña salió de la Segunda Guerra Mundial y cómo influyó esa guerra en el imaginario colectivo. Y por último, cómo el nacionalismo inglés, un fenómeno camuflado bajo capas formadas por otros ideales, ha resurgido en los últimos veinte años.
O’Toole es un periodista irlandés que ha escrito en tono crítico en varias ocasiones sobre el Brexit (también sobre lo que funciona mal en una sociedad complaciente y derrotista como la de su país). Como periodista, al introducirse en cuestiones históricas y antropológicas corre el riesgo de ir demasiado lejos. La ocasión lo merece con el fin de alejarse de prioridades periodísticas ya muy gastadas.
«Let’s take back control» (recuperemos el control) fue el eslogan que de forma brillante y muy efectiva resumió el sentir de los ciudadanos partidarios de la salida de la UE y marcó el camino para los indecisos en la campaña del referéndum. Permitía obviar el mensaje xenófobo y contra la inmigración que animaba a muchos de ellos, en especial a los movilizados por Nigel Farage y el UKIP, y establecer un espíritu más positivo en favor del sí. Arraigó porque la cuestión iba más allá del debate a cuenta de las competencias en manos de Bruselas.
Todo tenía que ver con el inexorable descenso del país hacia una posición marginal en la historia desde la Segunda Guerra Mundial. La pérdida del imperio se plasmó en la independencia de India en 1947, pero tuvo otras citas más dolorosas. Sobre ellas destaca el desastre de Suez en 1956, donde británicos y franceses, ayudados por israelíes, efectuaron el último intento de imponer sus designios imperiales sobre el Egipto de Nasser y se vieron frenados y ridiculizados por la tenaza formada por EEUU y la URSS.
En el ciudadano medio, fue calando una idea insoportable. Los británicos habían ganado la guerra –además, pensaban que eran ellos quienes habían derrotado a Hitler con una pequeña aportación de norteamericanos y rusos– y su país vivió años muy duros después de 1945 y posteriormente nunca llegó a despegar de verdad.
«No es en absoluto ridículo pensar que Gran Bretaña, en las palabras de Spencer, había merecido mucho y recibido poco», escribe O’Toole. «Había perdido su imperio, caído prácticamente en la bancarrota, sufrido el estancamiento económico y en la crisis de Suez de 1956 (sólo una década después del gran triunfo), visto brutalmente anuladas sus pretensiones de gran potencia».
Mientras tanto, los alemanes derrotados y los franceses, con un país mucho más destruido que Gran Bretaña, encararon con decisión la reconstrucción e impulsaron su economía. En la segunda mitad de los años setenta, los peores presagios se cumplieron y el país acabó convertido en el enfermo de Europa occidental.
No es posible subestimar esta idea de fracaso o consignarla sólo a la política. «Este sentimiento de pérdida –del imperio, de las zonas industriales, de los lazos comunes– alcanza a la cultura inglesa de postguerra: desde el punk hasta el romanticismo de cantantes como Morrissey y la nostalgia por una edad de oro anterior que está presente en los titulares de los diarios sensacionalistas y en la izquierda y derecha radicales de la política inglesa de hoy», escribía hace poco Jeremy Cliffe en el New Statesman. En los tabloides de tiradas millonarias, aparece esa idea de forma reiterada: ¿cómo hemos podido caer tan bajo? Y especialmente, ¿quién es el culpable? La UE acabó siendo el perfecto chivo expiatorio.
Por parte de las élites y los intelectuales, la entrada en la UE en 1973 se vio como un accidente o un paso obligado por inercia, quizá para borrar la humillación del veto anterior de De Gaulle. La campaña oficial sí ofreció uno de los grandes eslóganes de todos los tiempos que en Francia y Alemania hubieran entendido muy bien: «Cuarenta millones de personas murieron este siglo en dos guerras europeas. Es mejor perder algo de soberanía que perder a un hijo o una hija».
Lo que sí hubo fue un verdadero interés popular por saber en qué consistía. El ‘Libro blanco’ publicado por el Gobierno con el objetivo de explicar la entrada vendió más un millón de copias, un auténtico ‘best seller’ de la literatura gubernamental.
Con el tiempo, se estableció una dicotomía que llega hasta nuestros días y que sirvió de combustible para el Brexit. «Si Inglaterra no era una potencia imperial, entonces debía ser otra cosa, una colonia», dice O’Toole. Un vasallo de Bruselas. Que esa idea chocara con la realidad de un mundo globalizado donde la soberanía no es lo que era ni debería serlo, es algo secundario, siempre que el número necesario de personas, entre las élites y el pueblo, se convenzan de ello. Y si es imprescindible apelar a la brocha gorda, nunca faltará un personaje como Boris Johnson.
«Napoleón, Hitler y otras personas intentaron eso (unificar Europa) y acabaron de forma trágica. La UE es un intento de hacerlo con métodos diferentes», dijo el actual primer ministro un mes antes del referéndum. Hitler y la UE en el mismo plano, al menos en cuanto al objetivo general. Todo ello en un país que no ha sido invadido desde su formación moderna como Estado en 1707 con la unión de Inglaterra y Escocia. El mapa de la batalla final ya estaba trazado.
Ese «fracaso heroico» asfaltó muchas opiniones favorables al Brexit y animó a los que dudaban. El futuro fuera de la UE era incierto, pero merecía la pena. Abandonar la Unión es un salto a lo desconocido. Es poner en riesgo la prosperidad actual. Una completa locura. No importa y no porque exista un temperamento suicida. Los británicos del pasado celebraban fracasos gloriosos como el de la Carga de la Brigada Ligera, el naufragio de los barcos HMS Terror y HMS Erebus en el Paso del Noroeste en 1845 o la huida sangrienta de Kabul en la primera guerra afgana en 1842, porque sabían que al final la victoria sería suya. Eso volvería a ocurrir en el siglo XXI sólo con desearlo.
Esos fracasos hacían aun más notable el sacrificio, algo asumible cuando tu posición dominante no está en peligro. El colonizador llegaba a expropiar el dolor del colonizado, explica O’Toole, para reforzar el heroísmo propio. Ahora esa tendencia cobra un cariz más negativo, ya que es un victimismo general que no puede consolarse con la existencia del poder imperial.
Sometidos al diktat de Bruselas. Obligados a entregar la soberanía de sus aguas a pescadores extranjeros. Intimidados por el lenguaje «políticamente correcto» que hace que los hombres blancos sean las auténticas víctimas en un mundo que prima a mujeres, homosexuales y minorías étnicas. Ese tipo de cosas de las que no te atrevías a hablar con tus amigos para que no te tildaran de fanático y que ahora cobraban sentido con el Brexit. El menú diario de los lectores del Daily Mail, el periódico más influyente de Gran Bretaña desde hace muchos años.
Todos ellos son rasgos que identifican a muchos votantes del Brexit, que se consideran únicamente ingleses, no británicos. Con el referéndum, Cameron ofreció una plataforma excelente al nacionalismo inglés, un fenómeno relativamente reciente que sólo empezó a plasmarse en encuestas cuando se aprobó la devolución de poderes a Escocia. Y aquellos que se identifican sólo como ingleses fueron los que se mostraron más hostiles a la inmigración y a la UE.
Se dice que los mandos militares rusos que contemplaron perplejos la carga suicida de Balaclava en la guerra de Crimea pensaban que los soldados británicos estaban borrachos. Ante tal desperdicio de vidas humanas, un militar francés dijo: «Es una locura».
Son reacciones similares a las de muchos ciudadanos europeos al presenciar lo ocurrido en Gran Bretaña desde 2016. Mientras tanto, los ingleses, o al menos la mayoría de ellos, entonan patrióticos uno de sus grandes himnos: «Britons never, never, never shall be slaves» (los británicos nunca, nunca, nunca serán esclavos).
La libra ha perdido en torno a un 15% de su valor frente al euro desde el referéndum. Si se acentúa esa tendencia, los británicos serán esclavos de otras cosas al descubrir que comprar alimentos y bienes esenciales y viajar al extranjero será mucho más caro. Pero ya será demasiado tarde. Una cosa es segura. Habrá tiempo de buscar otros responsables. La historia da pocas segundas oportunidades, aunque siempre te permite sostener que los culpables de tu fracaso son los otros.