A estas alturas, no puede sorprender que Donald Trump se tome a broma un asunto serio relacionado con la crisis del coronavirus. En la rueda de prensa del miércoles, preguntaron al doctor Anthony Fauci si habían tenido que ponerle protección policial por las amenazas recibidas. El director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas no quiso entrar en detalle. Trump intervino para meter el chiste: «No necesita protección. Todos le quieren».
No todos. Los grupos y webs de la derecha ultraconservadora han puesto en las últimas semanas a Fauci en el punto de mira al considerarlo una amenaza para Trump. En el rincón más adicto a las conspiraciones, lo presentan como un topo de Hillary Clinton, aunque el médico ha trabajado para seis presidentes diferentes de ambos partidos desde 1984.
El Departamento de Sanidad no se ha tomado a la ligera esas amenazas y ha conseguido que agentes de los US Marshalls protejan al doctor y su domicilio. En una respuesta sobre el tema a un periodista, Fauci ha dicho que no le preocupa: «Yo he elegido esta vida. Sé lo que es. Hay cosas sobre ella que a veces son molestas. Pero te centras sólo en el trabajo que debes hacer. Y dejas todo lo demás a un lado».
En España, Vox ha exigido el «cese inmediato» de Fernando Simón, que ocupa un puesto similar al de Fauci. El senador del PP Rafael Hernando, que se ocupa del trabajo sucio en los ataques a otros partidos, le ha llamado «sinvergüenza», «charlatán» y «marioneta». Hernando es licenciado en Derecho, político profesional desde 1983 y no tiene ninguna formación científica. En Reino Unido, los consejeros científicos del Gobierno han recibido críticas por su apoyo al concepto de inmunidad de grupo, pero no ataques personales de este tipo.
La relación de Trump con Fauci en las ruedas de prensa diarias de la Casa Blanca se ha convertido en uno de esos fenómenos que los medios estudian con detalle. El doctor se ha visto obligado a tener mucha habilidad a la hora de matizar o simplemente rectificar algunas de las afirmaciones más dudosas del presidente. No, la llegada de una vacuna no es cuestión de meses. No, la cloroquina que se usa contra la malaria no puede utilizarse como tratamiento para el coronavirus hasta que no se hagan las pruebas correspondientes. No, no es cierto que EEUU tenga tests suficientes para detectar la enfermedad y eso ha sido un problema grave.
Rectificar en público a Trump es un deporte de riesgo en la Casa Blanca. Pocos sobreviven a la experiencia. Trump es consciente de que no puede esperar de Fauci el nivel de adulación habitual en los demás participantes en las ruedas de prensa –todos empiezan sus intervenciones elogiando el «liderazgo» del presidente– y en estos momentos sabe que no debe prescindir de su presencia pública.
«No puedes ir a la guerra contra el presidente», dijo Fauci en una entrevista hace unas semanas. Es decir, no sería inteligente para alguien en su posición. En otra entrevista con la revista Science, fue más crítico: «Cuando tratas con la Casa Blanca, a veces tienes que decir las cosas una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, y luego ocurre» (lo que estabas pidiendo).
La ultraderecha mediática se mostró contenta cuando Fauci apoyó en público la decisión de Trump de vetar los vuelos desde China con la que la Casa Blanca pensaba que solucionaría todos los problemas. Después, el doctor introdujo realismo en las ruedas de prensa, siempre alertando de que se trata de una situación muy grave y que el Gobierno debería mejorar su actuación en relación a la producción de test y la entrega de material médico a los hospitales. Fue en febrero y la primera mitad de marzo en la misma época en que Trump decía que «muy pronto serán cinco personas (los contagiados) y podrían ser una o dos en muy poco tiempo».
Fauci fue elogiado por su papel en los principales medios de comunicación y, a ojos de los ultras, eso le convirtió en enemigo de Trump. Cuando se mostró en contra del uso inmediato de la cloroquina, recomendada por el presidente, empezaron a afilar los cuchillos. «¿El tipo lleva ahí 50 años y nunca pensó en prepararse para algo así? Cada vez que habla, empeora los cosas. Quizá él sea el problema, no la solución», escribió el 13 de marzo John Cardillo, comentarista habitual de Newsmax, una cadena cuyo dueño es amigo de Trump y que llega a 2,6 millones de hogares.
Fauci no andaba equivocado. Un hombre murió en Arizona al ingerir fosfato de cloroquina, un producto empleado para eliminar parásitos en acuarios y peceras. Su mujer, que enfermó pero que se salvó, dijo que habían oído en las ruedas de prensa a Trump hablar de la cloroquina. «Estaba viendo el armario y pensé: ‘¿no es este el producto del que hablan en televisión?'», recordó después.
La presión contra Fauci aumentó cuando una web rescató un email suyo de hace siete años dirigido a Hillary Clinton cuando esta era secretaria de Estado. La felicitaba por una comparecencia en el Congreso en la que había sido duramente atacada por los republicanos. «Su carta de amor a Clinton es la prueba que necesito para decir que es un topo de Hillary», escribió Bill Mitchell, otro prolífico comentarista ultra con medio millón de seguidores en Twitter. Está particularmente obsesionado con Fauci y le ha causado de intentar convertir a EEUU en «un país del Tercer Mundo» por el impacto de las medidas contra el coronavirus en la economía.
Un artículo en The New York Times sugirió que Trump estaba «perdiendo la paciencia» con Fauci. Fue una falsa alarma. Ocurrió en los días en que amagó con levantar las restricciones a mediados de abril para permitir la vuelta al trabajo de la mayoría de la gente. Esta semana y sobre todo por los números terribles en el Estado de Nueva York –2.921 muertes y 92.381 casos hasta este jueves–, Trump acabó rindiéndose a la evidencia. «Nos esperan tiempos muy duros», dijo con gesto serio. Ahora es cuando necesita de verdad tener cerca a Fauci.
Hubo un tiempo en que fueron activistas de izquierda los que le criticaron con dureza. En la Administración de Reagan, grupos de derechos de la comunidad gay se manifestaron para denunciar la pasividad del Gobierno en los primeros años de la lucha contra el sida. En una de esas convocatorias, Fauci pidió a un grupo de ellos que se reuniera con él. Mostró la empatía y el apoyo que hasta entonces no habían recibido. Aprendió mucho de esos contactos y eso ayudó a que pudiera convencer a esos activistas para que aceptaran que los enfermos se sometieran a tratamientos experimentales. Uno de sus grandes rivales en esos duelos se convirtió en amigo suyo.
Fauci, de 79 años, neoyorquino de Brooklyn y nieto de inmigrantes italianos, lleva mucho tiempo navegando en las aguas rápidas de la burocracia norteamericana. Fue condecorado por George Bush con la medalla presidencial de la libertad. Nada de lo pasado antes sirve con un personaje temerario e irascible como Trump.
Por mucho que la ultraderecha no se lo perdone, seguirá en la Casa Blanca dando el análisis objetivo y profesional que necesita esta emergencia. Trump necesita contar con alguien que sepa dar las malas noticias que se esperan y que despierte más confianza que los encorbatados que besan el suelo que pisa y que no desentonarían en una rueda de prensa en Corea del Norte. Es una cuestión de credibilidad.